Sinópsis
Me encontraba fuera del límite. Fuera de todo aquello que debía cuidar, fuera de lo que heredé sin pedirlo. Sentado en la tierra húmeda, con la espalda recargada contra el tronco de un árbol milenario, observaba el sol rendirse ante la sombra de los árboles. Siempre amé ese momento. El instante exacto en el que la luz se rinde y el bosque recupera el dominio. Es allí donde todo se revela. Donde uno se da cuenta de lo que desea... y lo que jamás debió tocar.
No pedí ser el hijo del alfa. No pedí ser guardián de una manada que vive bajo normas antiguas, encadenado al deber como si fuese una corona de espinas. Mi alma siempre quiso más. Quiso ciudades. Aeropuertos. Cielos nuevos y lenguas extranjeras. Mi alma ansiaba lo desconocido. El caos. La libertad.
Y sin embargo, esa tarde, cuando el crepúsculo parecía tragarse todo lo que yo era, lo sentí.
Primero fue un susurro. Una vibración imperceptible en el aire. Luego una risa. Ligera. Alta. Tan fuera de lugar como si alguien hubiese encendido una vela dentro de un abismo. Me incorporé con lentitud, mis sentidos agudizados de inmediato. No era un sonido común. Era un eco que tocaba algo profundo dentro de mí. Algo que no conocía... o que quizás siempre había esperado.
La seguí. Sin pensar. Sin dudar. Como si mis piernas recordaran un camino que mi mente aún no comprendía.
Caminé por entre los árboles hasta encontrar la fuente de aquella risa. Un parque. Pequeño. Humano. Lleno de niños y madres distraídas. Una escena inocente, demasiado luminosa para mi mundo. Me detuve a observar desde las sombras, ajeno pero presente. Y entonces la vi.
Estaba apartada del resto. Sentada en el pasto, sola, con una muñeca de trapo entre las manos. Como si perteneciera a otro lugar. Como si ya supiera, aún sin saberlo, que nunca había sido como los demás.
Mi mirada se quedó clavada en ella. Su cabello recogido con torpeza. Sus dedos delicados sujetando la muñeca. Y esos ojos... ojos cafés con vetas doradas, enormes, llenos de mundos. Era como si la hubiera visto antes, pero era imposible. Yo la conocía. Mi cuerpo la reconocía.
Y justo cuando pensé en marcharme, mi pie pisó una rama seca.
El crujido fue leve, pero suficiente.
Ella alzó la cabeza. Me miró. Y caminó hacia mí.
Cada paso suyo era una sentencia. Un presagio. No había miedo en su rostro. Solo curiosidad. Y cuando llegó frente a mí, sin decir palabra, rodeó mis piernas con sus pequeños brazos.
Nadie me abraza. Nadie lo ha hecho desde hace años. Ni siquiera mi madre. No lo permito. No porque sea débil, sino porque todo contacto implica vulnerabilidad... y la vulnerabilidad, en nuestro mundo, es una condena.
Pero ella... ella lo hizo. Y yo... no me moví.
Una corriente me atravesó. Desde los pies hasta la garganta. Me quedé quieto. El aire se volvió denso. El tiempo, lento. Su cuerpo temblaba apenas, como si también lo hubiera sentido. Como si, sin saber por qué, entendiera que lo nuestro no era un simple encuentro.
Me arrodillé para verla a los ojos.
Y entonces lo supe.
No importaba cuánto intentara evitarlo. No importaba cuántos años pasaran, ni qué barreras nos separaran. Ella era mía. No ahora. No aún. Pero lo sería.
Su mano rozó mi mejilla y mi respiración se quebró.
—Regresa a jugar con tu muñeca —le dije con suavidad, como si la voz que salía de mí no fuera mía—. Y aunque te duela, vas a tener que olvidar este momento... hasta que sea el tiempo adecuado.
Ella ladeó la cabeza, intentando entender. Pero aún era muy pequeña. Y sin embargo, lo más extraño fue lo que dije después. No lo planeé. No lo pensé. Salió desde lo más profundo.
—Te será difícil amar a alguien más que no sea yo.
Y entonces, obediente, como si su alma ya supiera obedecer la mía, dio media vuelta y regresó a su rincón, olvidando lo que acababa de ocurrir. Jugando. Sonriendo. Como si nada hubiese pasado.
Pero algo sí pasó. Todo cambió.
Me quedé allí, estático. Mirándola como se observa algo sagrado. Como si al tocarla hubiera roto un equilibrio que ni siquiera entendía.
Cuando su madre llegó, la tomó de la mano con dulzura. Se marcharon entre risas y palabras suaves. Yo observé cada paso que daban hasta que desaparecieron.
Solo entonces volví a caminar. Mis piernas eran plomo. Mi respiración, inestable. Sentía que algo me había sido arrebatado... o entregado.
Mi madre me esperaba en el límite del bosque. Me miró, preocupada.
—¿Hijo? ¿Estás bien?
Yo no respondí. Algo me ardía en la garganta. Llevé una mano a mi rostro. Estaba llorando. Observé el cielo ocultado por largas ramas de árboles tapando cualquier imperfección que se pudiera salir de este. Aclaré mi garganta al recordar mi puesto en la manada... al recordar que un Alfa no llora.
No recordaba la última vez que lloré.
—Todo bien, madre —susurré. Le tomé las manos. —La encontré.
Ella se quedó quieta, mirándome como si acabara de pronunciar una profecía.
—¿Dónde está ella? —preguntó con ternura.
Volteé a mirar, pero ya no había rastro.
—Aún no está conmigo —dije—. Pero lo estará. Todo pasará a su tiempo.
Porque lo supe desde que la vi.
Ella me pertenece.
No importa si el mundo se rompe en mil pedazos. No importa si debo esperar años. Si debo callar, esconderme, sobrevivir al peso de este legado... todo lo haré. Porque hay cosas que no se eligen. Y ella... ella es mía.
Así comienza la historia de un vínculo que nace donde nadie se atreve a mirar. Un amor que no entiende de tiempos ni normas. Una obsesión marcada por la sangre, el destino... y el fuego que crece en silencio.
Y cuando el tiempo llegue...
Cuando sus ojos me reconozcan...
Nada podrá detener lo que ya está escrito.