Los pasillos del hospital huelen igual que siempre. A desinfectante, a café recalentado y a un cansancio que no se va con una ducha. Pero yo ya no soy la misma de hace un tiempo atrás que caminaba por ellos con paso firme y la mente despejada. Algo en mí cambió, algo profundo y silencioso que se arrastra bajo mi piel desde hace dos meses. Regresé a mi puesto como si nada hubiera pasado, como si el fuego no hubiese rozado mis talones y la muerte no me hubiese susurrado al oído. Los demás me miran como si esperaran que aún cojee emocionalmente. Pero no lo hago. No delante de ellos. Me ajusto la bata blanca y reviso una vez más los estudios del pequeño Erick, un niño de ocho años que lleva semanas internado con episodios de ausencias neurológicas que aún no conseguimos clasificar con certez