Bajamos las escaleras lentamente, sin apuro. Mis dedos aún recuerdan el calor del cristal de la copa de vino, y mis labios conservaban ese sabor amargo y profundo que tanto me recuerda a él. El ambiente en la mansión está extrañamente tranquilo, pero no silencioso. Desde abajo llegan risas suaves, voces femeninas y el golpeteo de cubiertos contra la porcelana. La promesa de una cena en familia, aunque todavía me cueste usar esa palabra con libertad, flota como un perfume en el aire.
Gedeón camina a mi lado, erguido, seguro, con nuestras manos entrelazadas con ese gesto que parece casual, pero que quemaba como si me marcara la piel. Me siento algo rara y descolocada. No es miedo, ni tampoco inseguridad. Es como estar de pie en la cornisa de algo nuevo. Algo inmenso.
Cuando cruzamos el umb
