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1459 Words
ELLIOT  El pub estaba instalado en un polígono industrial algo abandonado, y la metí entre algunos callejones mientras las sirenas de policía seguían sonando bien alto, como si nos siguieran. Por suerte encontré un buen sitio para los dos algo escondido tras un muro de cemento lleno de grafitis. Me recargué contra él cogiendo buenas bocanadas de aire y admiré a Amelia por no estar ni la mitad de agitada de lo que yo lo estaba. Fumar era una mierda adictiva.  —Debería asesinarte, que lo sepas —me dijo, y pateó una piedra algo enfadada.  Yo tuve que elegir entre si respirar o hablar, y me arrastré por el muro hasta sentarme en el suelo intentando tranquilizarme.  —¿Elliot? —su voz sonó bastante preocupada y se arrodilló delante de mí—. Hey... —me apoyó las manos en el pecho con suavidad y sus largos y finos dedos me subieron la barbilla—. Levanta la cabeza, te ayudará a coger mejor el aire.  Lo hice y ella sonrió. Me peguntó con la mirada si estaba bien, y asentí. Pude respirar mejor pero el labio me dolía a rabiar y estaba seguro de que el corte en la mejilla me dolería dentro de poco.  —Mike es un gilipollas —aseguré.  —No quiero hablar de eso, ha sido... asqueroso —su cuerpo tembló en un escalofrío y me dio pena. Ella no pertenecía a ese ambiente y por mi culpa un c*****o la había toqueteado—. ¿Te duele mucho? —me preguntó con una voz suave y tranquila que no pegaba con los gritos que se escuchaban de fondo.  Torcí el gesto y solté un quejido cuando las heridas me tiraron.  —Estoy bien —. Lo único bueno es que se me había bajado la mezcla de alcohol y maría que tenía en el cuerpo. —Deberías quitarte el piercing, se te va a infectar.  La hice caso como un puto robot. Hablaba con un tono tan suave que todo lo que decía se me metía directamente en esa parte de mi cerebro que obedecía órdenes.  —j***r —bramé cuando intenté quitármelo. Amelia se rebuscó en el pequeño bolso y sacó un paquete de pañuelos de papel. Tenía los dedos finos y suaves, como toda su piel, y me hizo temblar cuando me tocó por primera vez.  —Espera... —susurró, y gateó hasta estar entre mis piernas—. ¿Puedo...? —asentí como un completo idiota y se me erizó el pelo de todo el cuerpo cuando sus dedos tiraron de mi labio con una suavidad que ninguna chica solía tener conmigo—. Y gracias por lo de antes, yo nunca habría podido quitarme a Mike de encima.  Asentí sin poder decir nada, sólo me quedé allí, sentado en un polígono asqueroso con la mirada clavada en Amelia. Esa fue la primera noche en la que admití (aunque fuera para mí mismo) que Amelia me provocaba más cosas de las que me hubiera gustado. Consiguió abrirme el piercing y dejó de abrazarme el labio, lo guardó cuidadosamente envuelto en un pañuelo.  —He montado una gorda —comenté cuando pude.  Ella se rio y unos mechones rubios algo ondulados le cayeron delante de la cara. Se los apartó antes de que yo lo hiciera.  —Lo has hecho —afirmó con una pequeña sonrisa que intentaba camuflar. Sacó otro pañuelo y lo apoyó sobre mi labio, consiguió hacerme quejar como a un crío—. Shhh...  Entonces apoyó una mano en mi mejilla contraria al otro golpe que tenía y me sujetó mientras me limpiaba la sangre. Su pulgar acarició mis labios y los abrí; para ser sinceros esperaba algo más a que sólo me curara. Poco después pasó a mi mejilla y para eso tuvo que usar un par de pañuelos más. Igual ella no se dio cuenta hasta unos minutos más tarde, pero se había inclinado sobre mi cuerpo, tanto, que olí su perfume de fresas. Sabía que se lo compraba en una tienda especial  de la ciudad porque sólo lo vendían ahí, llevaba años usando el mismo y por Navidad le regalé uno. Me volvió loco poco a poco. De repente sentí el frío cuando dejó de tocarme y me encontré con sus ojos brillando muy cerca de mi; demasiado cerca.  Esa noche fue un punto de no retorno en lo que fuera que fuese nuestra relación, y creo que fue por ese momento. El momento de varios largos segundos en los que no pudimos alejarnos.  Odié cuando un grupo de moteros pasó a toda velocidad causando un estruendo por la carretera cercana a nosotros. Amelia saltó hacia atrás y se puso de pie sacudiéndose la ropa y las rodillas. Cuando se me pasó el aturdimiento, yo también me levanté del suelo y estiré la mano.  —Venga, vámonos antes de que tu padre me mate.  AMELIA No era tarde, pero era más tarde de la hora prometida para volver a casa. Por suerte mis padres eran bastante flexibles conmigo, pero aun así no quería llegar mucho más tarde.  Agarré la mano de Elliot, estaba dura y rasposa, pero se sentía de maravilla, más de lo que me hubiera gustado porque de esa forma no quería soltarla. Le seguí por algunos callejones más hasta el coche de su padre aparcado solitario en una esquina del polígono. Le vi alardear con las llaves entre los dedos y las arranqué antes de que lo evitara.  —Voy a conducir yo, no puedes hacerlo como vas.  —Siempre lo hago —replicó, y me pareció discutir con un niño pequeño.  —Pues deberías no hacerlo.  Resopló como un crío y cuando me pasó por un lado para rodear el coche, me tiró del pelo y yo le tiré el paquete de pañuelos que atrapó en el aire.  —Demasiado previsible.  Puse los ojos en blanco con gracia y me hundí en el coche. Podía ser de su padre, pero olía a Elliot y olía de maravilla. Se pasó el viaje de camino a casa mirándose en el espejo retrovisor intentando quitarse con los pañuelos algo de sangre que se le había secado en el cuello. Dejé el coche aparcado en su entrada, y estaba dispuesta a tener una caminata de vuelta a casa para tranquilizar los latidos de mi corazón que bombeaba con fuerza desde el momento de miraditas detrás del muro. > Me repetí el resto de la noche. —Te acompaño —dijo él, y avanzó unos pasos por la calle.  —Son sólo un par de calles, Elliot, y tu deberías descansar.  —¿Vas a caminar o tengo que arrastrarte, rubia teñida?  —Podrías usar tu magia, Harry Potter —me burlé.  Él frenó a mitad de la calle y me miró con la boca abierta con gracia.  —Tienes que dejar de llamarme eso —me dijo, y dio un paso cerca de mi a lo que yo me alejé otro—. No te voy a hacer nada.  —No te lo crees ni tú.  Entonces dio otro paso cerca, y yo di otro más lejos, y así hasta que empezamos a correr como cuando éramos pequeños, le quitaba el balón de futbol y me perseguía por toda la calle para recuperarlo. La única diferencia es que cuando éramos pequeños él tenía más resistencia que yo y siempre me atrapaba.  —¡Elliot! —chillé entre risas, y me frené la carrera llevándome las manos a las caderas—. ¡Venga ya! Aguantas cada vez menos.  Llegó a mi lado andando y respirando como si viniera de una maratón. Le apoyé una mano en la barbilla como solía hacer la entrenadora de atletismo del instituto.  —No fumes nunca, es una mierda —me dijo.  —¿Y lo acabas de descubrir?  Soltó una pequeña risa y para cuando llegamos a mi casa ya estaba como el Elliot normal al que conocía. La luz tenue del salón estaba encendida y se veía por un lateral de casa, a pesar de que supuse que estaban despiertos no llamé al timbre.  —Puedo llevarte a casa en coche si quieres —le dije.  —Entra en casa que se te hace tarde.  Quería hacerle caso porque estaba cansada y para mí, todo aquello, fue demasiado que soportar.  —Elliot...  —Amelia...  Los dos nos reímos y me balanceé en mis pies sin saber cómo despedirme. Parecía que estaba en mi primera cita con cualquiera que no fuera Elliot. Pero lo era, era Elliot.  —Gracias, otra vez, como por... décima vez esta noche —dije, y Elliot sonrió—. Buenas noches, Elliot.  —Buenas noches, Amelia. 
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