Capítulo Dos

1664 Words
Ginebra Padre nuestro que estás en el cielo, Santificado sea tu...nombre. Me detengo de golpe al ver a tres hombres parados frente a mi, tomo entre mis manos el cristo que cuelga de mi cuello y recuerdo las palabras de mi abuela. "Rezar siempre funciona, encomendarse a dios es lo único que puede salvarte" —¿A dónde crees que vas? Solo queremos divertirnos. ¿No es así muchachos? —Si, relájate. No somos tan malos, solo nos hace falta con quién pasarla bien. —Por favor solo déjenme tranquila. –pido rogándole al cielo para que mi voz se alcance a escuchar. —¿Por qué molestamos a la mugrosa está? –cuestiona uno de ellos mientras yo sigo rezando en silencio. —Debajo de todos esos trapos sucios hay un cuerpo increíble. ¿No es así, Gin? Uno de ellos, el más conocido por mi, se acerca hasta donde estoy y doy dos pasos atrás. —Por favor, déjame. —Ginebra es una buena chica, solo tiene algunos problemas. Nosotros vamos a ayudarla. Ven aquí, Gin, vamos a divertirnos un poco. —Por favor aléjate. –pido con miedo por qué no es la primera vez que me los topo–, yo no soy divertida y solo quiero llegar a mi casa. —¿Robaste mucho hoy? Déjame ver qué llevas ahí, yo podría cambiarte lo que tienes por dinero. Así tus hermanos tendrán que comer. –me ofrece y se acerca a mi demasiado aunque yo me alejo. Estar en el peor se los callejones de esta sucia ciudad no ayuda mucho, menos si estoy sola y es de noche. —Quitale la ropa, seguro lo que robó lo tiene escondido. –sugiere el otro y los tres sonríen como quien mira a su presa. El primer chico jala mi blusa y yo trato de correr pero él es más rápido y jala mi cabello impidiendo que me aleje demasiado. Caigo al suelo sin poderlo evitar y golpeo mi cabeza en el proceso. —¡Desnúdala ya Roger! –gritan los otros dos y yo forcejeo con él mientras su cuerpo aplasta el mío. Comienza a querer quitar mi ropa mientras yo hago lo único que sé; rezar. Le pido a dios que me proteja de ellos y me deje salir ilesa para poder llevarle de comer a mi abuela y mis hermanos. —Escuchen a esta tonta, rezar no te va a salvar está noche, Ginebra, ya tienes dieciocho años, deberías saber que dios no existe. Un ruido estruendoso y su cuerpo cayendo sobre el mío me ponen aún más alerta, lo quito como puedo de encima mío y me arrastro hasta la oscuridad. Él me extiende su mano y yo dudo en aceptarla. Su ropa no es muy común por esta zona, sus zapatos están limpios y relucen bajo la luz de la luna, su traje es la cosa más fina que hayan visto mis ojos en dieciocho años, definitivamente no es de aquí. Me levanto ignorando su mano por qué a pesar de que me salvó no puedo confiar en ese hombre. Él parece no estar molesto por mi gesto. —¿Estás bien? —Sí, gracias. —Necesitas que te lleve a algún lugar. —No, puedo irme sola, yo... No puedo fiarme de nadie. –aseguro viendo como aquellos dos corren lejos de mi. —Entiendo, no te haré daño, solo quiero que llegues con bien a tu casa. Tu abuela debe estar preocupada. Levanto la mirada al escuchar que menciona a mi abuela. —¿Cómo sabe eso? ¿Quién es usted? —Marie yo... —Soy Ginebra, no Marie. Solo había una persona que supe que me llamaba así y definitivamente no puede ser usted. —¿Por qué no? —Por qué esa persona era mi padre, y él murió. —¿Quién te dijo eso? —Es mejor que regreses por donde viniste, de hecho ni siquiera debiste volver. Camino lejos del hombre que nos abandonó apenas tenía siente años, pero sus palabras me detienen. —¿Vas a decirme que están mejor sin mi? Mírate, ni siquiera quiero imaginar como debe estar tu madre si tú estas en ese estado. Camino de vuelta hasta llegar frente a él y siento la rabia picarme la garganta. —¿De verdad no sabes en que estado se encuentra mi madre? ¿Ni siquiera te lo imaginas? Pues déjame iluminarte, justo ahora debe ser solo huesos polvorientos, enterrados en una maldita caja de madera corriente que costó más de lo que teníamos en ese momento. Así que su estado no es peor que el mío, por fortuna ya no esta aquí para seguir sufriendo la miseria en la que nos dejaste. —¿Elinor esta muerta? –cuestiona y puedo escuchar su voz temblar. —Sí, no sabes como le agradecí a dios cuando se fue. Estaba sumida en la agonía y depresión después de tu partida, luego esa maldita enfermedad acabó por matarla. Gastamos todo el dinero en medicina, no había para nada más. »La abuela tuvo que vender sus cosas, nuestros muebles, no quedó nada después de su muerte. Sólo soledad y más miseria. —Yo, yo vine hasta acá con la esperanza de que... —¿De qué? No me vayas a salir con la estupidez de que vienes por que aún la amas. Por que no te creo. —Solo quiero ayudar. —Pues entonces vete, vuelve al lugar de donde jamás debiste volver. Vete, has de cuenta que jamás volviste ni me viste ni supiste nada de nosotros, yo haré de cuenta que todavía estas muerto, como hasta ayer. Me alejo de ese lugar con más rabia que antes y con un nudo en la garganta. No debió regresar, no debió hacerlo. *En el presente* Llevo un buen rato bajo la regareda tratando de sentirme menos sucia, he tallado mi cuerpo con tanta fuerza que los arañazos en mi piel han quedado demasiado marcados. Justo ahora odio tener una piel tan blanca y aunque la hermana Ingrid siempre me decía que no debía odiar mi cuerpo, lo hacía. Extraño estar allá, no quiero estar aquí en donde ese maldito idiota en cualquier momento va a matarme. O peor, a hacer algo de lo que estoy segura me arrepentiré el resto de mi vida. Los recuerdos de ese hombre tocando mi cuerpo vuelven a golpearme y me hacen sentir sucia, no soy digna de dios ahora que él se atrevió a tocarme de manera carnal, jamás volveré a ser digna de él. —¿Vas a quedarte a llorar ahí toda la noche? –cuestiona desde el marco de la puerta y yo siento que mi alma abandona mi cuerpo. Trato de cubrirme con algo pero no hay nada cerca, él se aproxima a mi y me tiende una toalla, yo no queriendo destapar mi desnudez no aparto mis manos de mi cuerpo. Él la vuelve a dejar en su lugar cuando ve que no la tomo. Mi frustración aumenta al ver que no se va. Su mirada me observa con fijeza, escanea mi cuerpo desnudo de arriba abajo, yo solo puedo sentir repulsión y miedo, miedo de que él me observe así. —Déjame sola. –ordeno pero en cambio él solo ríe. —Eres mi esposa, hermana Marie, ¿o prefieres que te llame Ginebra? –murmura acercando sus pasos hasta mi. Me acorrala entre el gran cristal de la ducha y yo solo bajo la mirada. Siento su mano tomar un mechón de mi cabello y veo como se lo acerca a la nariz. Baja su dedo por mi cuello y acaricia mi clavícula despacio, con cada toque de sus manos yo me siento más lejos de dios. —Eres exquisita. Eres mía, mi esposa y pronto serás mi mujer. —¡Jamás! ¿Me oyes? Primero muerta antes de dejar que toques mi cuerpo con esa finalidad. No soy tu esposa por gusto, me secuestrate de un convento, me hiciste firmar un acta de matrimonio aún vistiendo mis hábitos, me ataste de pies y manos para llevarme a una iglesia y casarme. Ni siquiera pude hablar por que me tenias amordazada. No sé como funciona esto para ti pero yo no soy tu esposa y no deberé portarme como tal, tú solo eres un pecador y arderás en el mármol del infierno. —Quiero arder entre tus piernas, Ginebra, probar de la fruta prohibida, la mejor del paraíso. Quiero escucharte gemir mi nombre, ver tu cara extasiada. »¿Realmente quieres que crea que no te has tocado por las noches? ¿Cuánto tiempo llevabas encerrada en ese lugar? ¿O es que vas a negarme que no te provoca nada mi toque? No eres un trozo de hielo, eres humana y estoy muy seguro que debajo de esa actitud de inocente y puritana hay una mujer que arde de deseo. »Vamos a arder juntos, Ginebra, déjame enseñarte lo que es el placer, lo que puedo ofrecerte. –murmura cerca, muy cerca de mis labios. Yo solo puedo sentir la rabia comenzar a subir por mi cuerpo, su mano toma mis mejillas y me presiona, me gira hacia un lado y comienza a besar mi cuello, yo solo quiero correr y llorar, huir de aquí, pero no me puedo mover. El pasa su lengua por la piel de mi cuello y su agarre se hace más fuerte. Algo dentro de mi se siente diferente, me da miedo sentir esto, no quiero. Un gemido abandona mis labios cuando siento su mano libre tomar la piel de mi cadera. Mi miedo aumenta, dios, por favor, no me abandones. —Deliciosa. –murmura sobre mis labios para después besarme. Sale del baño y yo me quedo ahí petrificada. Me dejo caer y lloro de nuevo. Ojalá me matara de una vez. —Dios, llévame de aquí, llévame de una vez lejos del maldito demonio que Adán Martell representa.
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