17

1450 Words
Diego suelta un suspiro y, con lentitud irritante, aparta las manos de ella y me dirige una mirada fulminante. Por un segundo pienso que va a ignorarme, que me dejará ahí de pie mientras todos observan, como si fuera una de esas escenas de película en las que te parten el corazón con una sola palabra o gesto. —Sí —responde, cortante—. Dame un momento, ¿vale? La rubia frunce el ceño, pero se levanta de mala gana, ajustándose el vestido y lanzándome una última mirada de desprecio antes de darle espacio para que se incorpore.Diego rodea la tumbona en la que estaba sentado, y esa chica le pasa las uñas largas pintadas de rojo por el brazo. —¿Qué haces aquí? —me pregunta, bajando la voz mientras se inclina un poco hacia mí, como si el ruido de la fiesta pudiera escuchar nuestra conversación. —¿Por qué no me has dicho que vas a irte de casa? —Porque no tiene tanta importancia. Es mi vida —replica sin darle importancia. —¿Y crees que no me importa tu vida o que no me importas tú? —le espeto, sintiendo cómo la frustración se transforma en ira. Todos sus amigos nos están mirando y me empieza a dar un tic en los dedos de la mano derecha—. ¿Podemos hablar en otra parte? Él entreciende los ojos, esa chispa oscura que lo hace parecer más un desconocido que el chico que conocía desde siempre. No tengo la seguridad de que vaya a seguirme si me doy la vuelta y echo a andar, por eso lo cojo de la mano y el contacto de sus piel contra la mía me tiene temblando. Lo suelto cuando llegamos al lateral de la casa, entre la fachada y la verja de madera que rodea la fraternidad. Hay un chico morreándose con alguien detrás de los cubos de basura, y creo que hay alguien de rodillas también. —¿Has venido sola? —suelta entonces. —¿Eh? No... Me ha traído Nate. Está con Vera dentro. —Me estoy desviando del tema—. ¿Vas a responder a lo que te he dicho? Porque me parece una putada de las gordas que seas incapaz de hablar conmigo, de decirme que vas a dejar de vivir delante de mi jodida puerta. —¿Y qué esperabas? ¿Que viviera en tu casa toda la vida? Iba a irme tarde o temprano. Odio que no entienda las cosas. Me provoca espasmos en los brazos como si estuviera loca señalándole lo obvio. —¡Que no me molesta que te vayas! ¡Dios! Me molesta que no me lo digas, que me tenga que enterar porque pillo a mi madre afligida en la cocina. —Tengo que respirar antes de que al tío al que le están dando una mamada se acerque a preguntar por qué grito como una loca—. ¿Puedo saber por qué eres así conmigo, Diego? Es lo único que quiero saber. Bueno, y ¿qué coño? ¿Y esa zorra quién es? Durante un segundo creo que va a reírse en mi cara y a dejarme aquí plantada. Es que igual ni siquiera quiero escuchar su respuesta. —Estás exagerando —dice como si nada, aunque se frota la cara y parece frustrado—. Maggie... —Maggie nada ¿Por qué no me dijiste que estabas conociendo a alguien? —Que se mantenga cruzado de brazos, impasible, me está doliendo más de lo que pensaba. Este no era ni el discurso que quería echarle—. No sé qué es lo que me parece peor de ti, si que me haya ilusionado contigo cuando evidentemente te la sudo, o que parezca que haber pasado toda la vida juntos no significa nada para ti. Me da igual que crea que estoy loca o que se ría en mi cara a estas alturas. Antes de venir aquí tenía asumido que iba a alejarse de mi. Se le caen los hombros, hace tanto que desconozco sus reacciones que ya no sé si se está enfadando, frustrando, o si va a darle un puñetazo al cubo de basura. —j***r, ¿y qué coño esperas de mí? —ruge. Las palabras brotan de su boca más despacio que de costumbre. —Que seas sincero, ya no conmigo, sino contigo mismo. —¿Qué coño quieres escuchar, Maggie? —Sus ojos destellan con fuerza en mi dirección. Tenso cuando me apunta con el dedo y se muerde la lengua. ¿Debería agradecerle ahora que no me suelte cosas hirientes? —¡Lo que sea! Venga, ¡suéltalo! Si lo estás deseando. Le pincho el pecho con el dedo, no le muevo y es más, me hago hasta daño pero la rabia es más fuerte que el dolor. Solo consigo que se le enciendan más los ojos y que parezca que la mandíbula se le vaya a romper. —No voy a querer a otra persona que me va a dejar solo, ¿te va bien con eso o vas a seguir jodiéndome? Su pregunta me golpea como un puñetazo en el estómago. Diego parece que ha perdido el control de su propio enfado, y me estremezco al darme cuenta de que, en su frustración, ha revelado algo que yo ni me imaginaba. Me he quedado sin aire en los pulmones, y sin ganas de discutir. —¿Y crees que yo te voy a dejar solo? —He visto tus putos folletos de esas universidades. ¡Diooooss! No puedo creer que venga por esto. —¡Diego! ¡Ni siquiera sé qué quiero estudiar! Esos folletos se los dan a todo el mundo en el instituto y si te hubieras molestado en hablar conmigo sabrías que no tengo intención de irme de esta ciudad ni mucho menos de dejarte solo. —Cojo aire, notando como la tensión se disipa levemente, aunque no lo suficiente. Él entrecierra los ojos, como si estuviera calibrando si creerme o no. Su mirada se desvía, y por un segundo, la dureza en su expresión se quiebra. Puedo ver la mezcla de emociones en su rostro, aunque sigue luchando por mantener la fachada fría. No me importa que se haya equivocado y que me haya hecho daño, sólo quiero que todo sea como siempre, o por lo menos que todo vaya mejor. —Y no te estoy echando en cara que no sientas lo mismo que yo. ¡No era de esto de lo que quería hablarte! Era sobre... —¿Que no siento lo mismo que tú? Es que eres jodidamente imbécil, Margaret —ruge, parpadeo y lo veo frotándose la cara—. Llevo años queriéndote. Un silencio absoluto se cuela entre nosotros. Todo el ruido de la fiesta se convierte en un murmullo lejano, y lo único que logro escuchar es el latido desbocado de mi corazón, tan fuerte que temo que él también pueda oírlo. Diego desvía la mirada, sus hombros tensos y las manos aún crispadas. Es como si estuviera arrepintiéndose en tiempo real, como si se tragara cada palabra mientras intenta recobrar el control de sus emociones. Ojalá pudiera creer en él, en la sinceridad de sus palabras frustradas, pero me es difícil. —Sí, claro —escupo con una incontrolable risa, pero Diego está tan serio que me atraganto—. Diego, todo lo que llevas haciendo años es lo contrario a querer a alguien. —¿Crees que a mí me gusta quererte como no debería? —Pues es evidente que no te gusta. Y a mi tampoco me gusta querer a alguien a quien evidentemente no le gusta quererme de vuelta. No deja de tocarse la cara, de alborotarse el pelo, y casi que quiero dejar esta lucha de egos para darle un abrazo. Claramente está afectado. No quiere quedarse solo y lo entiendo, siempre he hecho un esfuerzo por entenderlo, pero no puedo permitir que por su dolor me trate como le venga en gana. —Entonces ¿por qué coño estás aquí? —No lo sé —admito, justo al tiempo en que una maraña de pelo rubio se avista por el lateral de la fraternidad llamando a Diego a grito pelado. La odio. Diego resopla y se saca las llaves del coche del bolsillo de la chaqueta. No la mira a ella, me rodea y sacude la cabeza. —Vámonos de aquí —dice, con una determinación que no me creo que me lo diga a mi—. Maggie, vamos. —¿Por qué crees que quiero irme contigo? —No me toques los cojones y vamos.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD