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1728 Words
El trío de personas que se morrea detrás del contenedor de basura se nos queda mirando cuando casi me tropiezo con la chica que hay de rodillas con el pintalabios corrido por toda la cara. " Uuggh " ¿Y yo por qué diablos le estoy siguiendo? Acabamos de discutir y sea dónde sea que terminemos, vamos a seguir peleados. Sin embargo aquí estoy, siguiéndolo calle abajo, alejándonos de la fiesta en completo silencio y a metros de distancia. De vez en cuando echa la vista atrás y cuando comprueba que voy detrás de él, sigue sin bajar el ritmo. Su coche está aparcado cerca de la residencia femenina del campus, a mitad de camino el calor de la discusión se ha disipado y empiezo a tener frío. Diego se quita la chaqueta. —Póntela. —Estoy bien —sólo por orgullo prefiero morirme de frío. —Que te la pongas y dejes de replicar. Aprieto los labios y sigo cruzada de brazos. Él frena pero yo sigo caminando sin saber muy bien a dónde voy. Debería haberme colado de nuevo en la fraternidad antes que empezar a perseguirlo sin motivo alguno. No me ha dicho quién es esa chica, ¿se habrá estado acostando con ella mientras nosotros...? Me oigo resoplar. Pese a ello, una parte de mi sabe que lo estoy siguiendo porque no me gusta imaginármelo solo, y mucho después de lo que acaba de confesarme. Me envuelve algo cálido, parpadeo. Me ha echado su chaqueta por los hombros y por muchas ganas que tengo de tirarsela a la cara, me hundo en ella con mi mejor cara de póker. No quiero darle la satisfación de nada. —Sube —me ordena cuando llegamos a su coche y se molesta en abrirme la puerta del copiloto. ¿Y por qué tiene el coche aparcado en la residencia femenina? Entro sin decir palabra y voy gran parte del viaje luchando con las ganas de preguntar que a dónde vamos. Mirar por la ventanilla se ha vuelto de lo más entretenido . Hay pocos coches en la carretera y cuento el número de farolas fundidas: tres, en todo el camino. Diego tira del freno de mano en un edificio que parece más un hostal que algún sitio corriente al que pueda llevarme. Pensaba que volveríamos a mi casa, o yo que sé. —¿Dónde estamos? —pregunto. Me inclino sobre el salpicadero y observo el edificio de apenas dos plantas y largo a lo ancho. —Aquí vive Nate —dice, saliendo del coche—. Baja. Tengo llaves. El apartamento de Nate es pequeño y huele a demasiado ambientador para camuflar el olor de las colillas que abarrotan un par de ceniceros. Hay un sofá algo torcido en mitad del salón - cocina, y sólo dos puertas: una habitación y un baño. La justa distribución para que esto parezca un motel. —¿Y por qué estamos aquí? —Quiero sonar más a la defensiva de lo que enrealidad sueno. Diego no puede venir y hacer y deshacerme a su gusto. Lo veo tocar el termostato—. ¿No vas a decir nada? —Estoy intentando aclararme. Suspiro y dejo su chaqueta colgada de un perchero abarrotado de sudaderas, un paraguas mal cerrado y abrigos. Entonces veo su maleta abierta de par en par en un rincón del salón. Quiero preguntarle, pero a la vez su teléfono empieza a sonar insistente. Resopla y lo apaga. También quiero preguntarle quién le llama tanto. Diego se sienta en el borde del sofá, pasándose las manos por el pelo. Cierra los ojos un momento, como si intentara ahogar el mundo entero junto con sus pensamientos. Yo, sin saber muy bien qué hacer, me quedo de pie junto a la puerta, cruzándome de brazos. —¿Te vas a quedar ahí de pie? —Sigo enfadada contigo. —¿Y qué? Es lo que hacemos siempre ¿no? Discutimos, te enfadas y aún así me buscas. Estoy por mover una silla de la cocina para no tener que compartir el sofá con él, pero me parece demasiado. En cuanto me siento en el sofá siento como se hunde tanto que me tragan los cojines. —Pues no me gusta esta dinámica. —A mi tampoco —frustrado se echa contra el respaldo del sofá y se entrelaza las manos en la cabeza—. Perdona por lo mal que te he tratado. —Que me tratas —rectifico. —Que si, j***r. Dame un respiro. Levanto las manos algo más relajada. A fin de cuentas esta es nuestra dinámica, ¿no? —Yo siento presionarte tanto a veces. —No pasa nada —musita—. Es que... es jodido ¿sabes? —Está claro que no sé de qué me hablas porque nunca eres sincero conmigo. —Pues todo es jodido, Maggie —dice y se resbala por el sofá hasta que la cabeza le reposa en el respaldo con la vista fija en el techo. Me gustaría poder imaginar lo que le pasa por la cabeza, pero solo puedo admirar lo sincero que por fin se ve—. He estado años cuidando de mi abuela y haciéndome a la idea de que tarde o temprano iba a quedarme sin ella, pero es muchísimo más jodido de lo que pensaba. Creía que salir de mi casa iba ser lo mejor, cuando tu madre me ofreció quedarme con vosotros una temporada... —pausa y tensa la mandíbula—. No encajo viviendo en tu casa. Es demasiado raro. —¿Por mi? —Lo tuyo es otro tema. —¿Porque no quieres quererme? Tengo que aprovechar estos momentos antes de que se cierre en banda como una almeja. Apoyo el codo en el respaldo y me aplasto la mejilla contra el puño. Parece mentira que hace menos de media hora estuviéramos gritándonos. —No es así. Es que... —Puedo ver la lucha que se trae consigo mismo por no abrir la boca de más, que es lo que estoy deseando que haga. Finalmente las palabras le tiran de la lengua—. Hace mucho tiempo que dejé de verte como una simple amiga y eso me ha estado jodiendo la cabeza también. Han sido demasiadas cosas encima. Sé que j***r las cosas contigo no es como estar con otra, porque no es que no quiera quererte. Yo ya te quiero como siempre lo he hecho, pero... No sé —no recuerdo ver a Diego nunca tan frustrado, como si ni él mismo supiera lo que le pasa por la cabeza. Demasiadas cosas para una sola cabeza—. Es que si consigo dejar de quererte, cuando me dejes solo… dolerá menos, ¿entiendes? Parece que ha pasado una eternidad desde que estoy deseando entender sus actitudes, y ahora por fin creo entender algo mejor las cosas. No justifican sus aciones, pero por lo menos algo es algo. Escuchar a Diego abrirse tan sincero sobre sus sentimientos es bastante placentero, contradictorio a la forma en la que el pecho se me encoge con sus palabras. —No sé cómo se supone que debo sentirme, Maggie. A veces quiero escapar de todo esto, vender la casa y largarme de esta ciudad, empezar de cero sin atarme tanto a la gente. No porque no me importes, ni tú ni tus padres, sino porque me importáis demasiado, y eso es lo que me da miedo. El silencio nos rodea y me doy cuenta de que llevo minutos admirándolo. Se me podría caer la baba. Escuchar a Diego hablar de sus sentimientos tan abiertamente, con sus titubeos, sus dudas, sus líos y su forma de comprender la situación... es... es liberador entenderlo, o intentar hacerlo cuando él ni siquiera pueda saber ciencia cierta lo que le ocurre. Y me está mirando. —¿No vas a decir nada? —Que eres un imbécil. —Lo es. Tengo claro que Diego es un completo imbécil, pero yo quiero perdidamente a este imbécil. Tiene razón cuando dice que pase lo que pase, voy a buscarlo. No por él, sino por mi, porque no me gusta estar sin Diego—. Pero es algo que ya sabía. Y yo pensaba que tú ya sabías que puedo ser muy insistente, lo suficiente como para no dejarte solo aunque me lo pidas. Mis palabras lo relajan, es un alivio sentir que por fin los dos estamos en sintonía. Sus brazos se abren lentamente, como si estuviera invitando a que me acerque. —Anda... Ven aquí —dice. No lo pienso dos veces; me deslizo hacia él y, en un segundo, estoy rodeada por su calor. Enrosco los dedos en su pelo y tiro de los suaves mechones cuando me estrecha entre sus brazos con más fuerza. Diego se inclina hacia abajo y entierra su cabeza en mi cuello. Noto como me besa el cuello. —No me vuelvas a alejar. —No me importa sonar patética suplicándole esto, no soportaría volver a tener que romper todas sus barreras. —No lo haré —dice, sonando como una promesa susurrada. Y si pasa, si vuelve a apartarme de él, por lo menos tendré el recuerdo de que este momento es nuestro. Echo la cabeza atrás, lo suficiente para poder mirarlo y ver el brillo en sus ojos. Trepando por su regazo, me sujeta con fuerza, casi siento que teme que me aparte ahora de él pese a que lo único que hago es restregarme contra su cuerpo como un animal que busca calor. No pongo ni un ápice de resistencia a que me bese, ni a que sus manos se paseen por mi cuerpo deliberadamente. Lo he echado de menos. Cuando sus manos se enredan en mi camiseta, su teléfono —que no ha dejado de sonar a ratos—, vuelve a pitar y a vibrar hasta que se cae de la mesa. —Deberías cogerlo —musito en su boca. —Deberíamos ir a la cama. —Puede que sea Nate —digo como puedo entre besos—. Vive aquí, ¿no? Igual está de camino. Me levanto de su regazo y caigo en el sofá a su lado. Él recoge su teléfono del suelo y consigo ver las llamadas y mensajes que tiene de una tal Brianna. ¿Quién diablos es Brianna?
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