Diego y mi madre llegan unas horas más tarde, cuando ya se ha hecho de noche. Escucho el suave murmullo de sus voces entrar en casa, y mi padre y yo nos miramos brevemente por encima de la mesa de cocina, en silencio. Apenas unos segundos después, mi madre es la única que cruza el umbral de la cocina con una sonrisa serena.
—¿Ha ido bien? —pregunta mi padre, dejando la pantalla del portátil a un lado.
Ella asiente mientras se quita la bufanda con movimientos lentos, como si saboreara el momento de tranquilidad.
—Ha sido la primera vez que volvía a casa de Lotte desde el funeral —comenta, mientras se mueve por la cocina con una liviandad poco habitual últimamente—. Todo sigue igual, un poco más desordenado, pero... bueno, puede que me pase este fin de semana a limpiar algunas cosas.
Mientras la escucho parlotear sobre las pocas horas que ha pasado con Diego, no puedo evitar darme cuenta de que pase lo que pase, mi madre siempre le tendrá cariño y pasar el más mínimo tiempo con él le hace feliz. Noto que su voz suena mucho más dulce, sin el tono monótono que invade la casa estas últimas semanas. Habla y habla, y mi padre la escucha, y debe de ser la conversación más larga que tienen sin discutir desde hace mucho.
Me escabullo de la cocina y subo las escaleras para terminar de vestirme. El pasillo está en completo silencio, oscuro, pero una luz tenue se filtra bajo la puerta de Diego. Hoy él ha sido demasiado bueno. Y sin pensarlo mucho, me envalentono y giro el pomo. La puerta se abre con un chirrido suave y la luz cálida de la lamparita de noche resalta su figura. Diego está apoyado en la ventana, fumando, cosa que está prohibido hacer en casa, pero sé que él tiene una libertad especial.
—Hola —digo, pero no recibo respuesta, y lo entiendo. Haber ido a casa de Lotte puede haberlo tocado más de lo que él mismo pensaba que lo haría—. No vengo a molestarte.
Los músculos de la espalda se le tensan bajo la camiseta blanca, como si se riera.
—Ya...
Doy un paso dentro del cuarto, pero sigo teniendo la mano en el pomo de la puerta, como si fuera un trsiste amuleto.
—En realidad, quería darte las gracias —empiezo, y lentamente se da la vuelta. Cuando sus ojos dan con los míos, casi se me olvida lo que iba a decir—. Por pasar tiempo con mi madre. Estaba preocupada y sé que sabes que los ánimos no han sido los mejores... Le hace feliz que pases tiempo con ella. Así que gracias.
Diego deja el cigarrillo en el alféizar de la ventana, aplastando la colilla con un gesto lento y casi ritual. Yo debería irme.
—No tienes que darme las gracias. Le he pedido yo que me acompañe.
—Lo sé, por eso —no puedo evitar sonreír un poco, aunque Diego no comprenda mucho lo que sus actos significan—. Eso era todo. Buenas noches y... nos veremos mañana, o no sé.
Es difícil encontrarse a Diego por casa, sobre todo si yo también lo esquivo. Debería irme, soltar por fin el pomo de la puerta y empezar a caminar a la parada de autobús. Si se me hace más tarde voy a tardar una eternidad en llegar al campus.
—¿Vas a una fiesta?
Hoy no llevo una de esas faldas de lentejuelas de Vera. He encontrado un vestido ajustado en mi armario que debe de tener tres años, pero es elástico así que no me queda tan mal a como pensaba que me quedaría cuando lo he visto.
—Sí. Patty se está enrollando con un universitario, que no sé si novios o qué, pero nos deja ir...—¿por qué le estoy dándo explicaciones?—. Y debería irme antes de que pase el autobús.
Diego se queda quieto, mirándome, y hay un momento de silencio incómodo en el que no sé si debería irme de una vez o esperar algo de él, una despedida al menos. Sin embargo, sus palabras llegan cuando me estoy dando la vuelta.
—Te llevo.
La risa casi se me escapa. Esto es una ridiculez sin sentido. Volviendo a girarme, me sujeto de nuevo a su puerta.
—No tienes que hacer esto. Yo no soy como mi madre —digo, y veo como frunce el ceño—. No tienes que pasar tiempo conmigo, Diego. Sé que me mentiste.
Él se endereza, casi dejando ver la vulnerabilidad de no saber de lo que hablo.
—¿Que te he mentido? ¿Se puede saber con qué?
Me quedo en silencio, pero las palabras arden en mi lengua, casi con vida propia.
—Cuando dijiste que éramos amigos, sé que es mentira. Y no te lo hecho en cara —aclaro, antes de que esto se vuelva otra discusión de las nuestras—. Hemos crecido juntos y entiendo que lo dijeras por compromiso, porque nos han enseñado a ser amigos y no es algo que hayas elegido.
Estoy casi segura de lo que digo. Sus ojos se oscurecen al escucharme, y el ambiente se carga de tensión. Su expresión cambia, y por un segundo parece que va a replicar, pero se detiene, como si estuviera ponderando mis palabras. Sé lo que es una amistad, y esto —sea lo que sea que tengamos ahora— no lo es.
—Estás diciendo gilipolleces —suelta firme—. El problema no es que seas o no mi amiga, es que es más complicado que eso.
—No tienes que justificarte. De todas formas yo tampoco sé si te considero mi amigo.
No quiero escuchar explicaciones que me confundan aún más, y tampoco quiero que se sienta obligado a darme una contestación por compromiso. Lo que he dicho es verdad. Diego es tan confuso y desde nuestro primer beso he estado tan... ¡Por Dios! He tenido un par de sueños eróticos con él, y me pongo extremadamente rara cuando pienso en lo mucho que me gustó que me besara.
—¿Qué dices? —me espeta, parece golpeado por mis palabras.
—Pues... eso. —No es solo "eso". Y sé que espera que diga algo más—. Es que no sé como funcionan las cosas contigo, Diego.
—Si te sirve de consuelo yo tampoco sé como funcionan contigo.
No, no me sirve de consuelo.
—Será que no te interesa, porque soy mucho más simple que tú —reconozco—. He sido yo la que se interesa en hablar las cosas y nunca pones de tu parte. Pero que da igual, tengo que irme.
Ya ni siquiera espero a que se despida. Doy la vuelta y cierro la puerta detrás de mi. Lidiar con Diego cuando parece que la conversación no va a ninguna parte es agotador. Como si fuéramos incapaces de decir claramente que lo que hay entre los dos es abrumador y confuso.