El teléfono vibra sobre la mesa metálica del laboratorio. Valentina lo toma sin apartar demasiado la vista de la pizarra blanca cubierta de símbolos y ecuaciones. —Señorita Valentina, sus órdenes fueron ejecutadas —informa con voz serena el abogado Miller. —Gracias —responde ella, breve, cortante, y cuelga de inmediato. El silencio regresa. Sus ojos regresan a la pizarra. La fórmula se despliega como un laberinto de números que sólo ella parece comprender. Recuerda el instante en que la idea brotó, fugaz y luminosa, mientras pinchaba un trozo de ensalada en el comedor. Había dejado todo a medias, saltado de la silla y vuelto corriendo al laboratorio como si el tiempo pudiera robarle el hallazgo. Dos días pasan sin que apenas lo note. El aire se vuelve denso, cargado de olor a tinta de