Un reflejo en mis ojos hizo que me diera vuelta y me tapara la cara con la almohada. Estiré mi mano para buscar a Damián pero no encontré su cuerpo junto a mí.
Con un gruñido me destapé el rostro y miré con los ojos entrecerrados a mi alrededor. Las imágenes del día anterior se agolparon de repente en mi mente y tuve ganas de que me trague el colchón, así que antes de ponerme a llorar de nuevo, me levanté.
Estaba cansada de llorar, estaba cansada de pensar, solo tenía ganas de mirar Netflix y comer helado todo el día. Afuera hacía un día precioso, los pajaritos cantaban, el viento hacía que las hojas se movieran y emitieran un sonido hermoso. Era de esos días que daban ganas de salir y pisar las hojas secas en la plaza mientras tomabas un café de Starbucks con tus amigos y sacabas fotos con filtro otoñal. Y yo solo quería quedarme encerrada.
Miré la hora y salté del horror. Había dormido casi medio día y nadie me había despertado. Me vestí rápidamente y bajé corriendo las escaleras hacia el living.
Mi hermano me miró de reojo mientras tomaba un café y escribía algo en un cuaderno. Luego se levantó de su silla y vino corriendo a abrazarme.
—¿Cómo estás? ¿Te sentís mejor? ¿Se te pasó la fiebre? ¿Necesitas algo? ¿Te hago un té? —interrogó sin parar y con tono preocupado. No me dejó responder, ya que me tocó la frente para ver mi temperatura y se fue a paso rápido hacia la cocina.
Lo seguí con lentitud y desde el umbral de la puerta vi cómo encendía la hornalla y ponía la pava a calentarse.
—Estoy bien, Martín. No hace falta que te preocupes tanto por mí, ya me puedo cuidar sola. Seguramente estabas ocupado, seguí haciendo tus cosas, yo me termino de hacer el té —le dije con tono firme para que viera que me sentía bien—. ¿Dónde está papá?
—Tuvo que salir de urgencia. Nada grave, tranquila. ¿Estás segura que estás bien? —asentí con la cabeza, poniendo los ojos en blanco.
Él me miró de arriba abajo e hizo una mueca. Salió sin dejar de mirarme.
Todavía no podía dejar de pensar en Damián y, por más que quisiera, no podía dejar de amarlo. Me senté para esperar a que la pava silbara, pero me perdí en mis pensamientos por tanto tiempo que mi hermano volvió para sacarme de mi ensoñación.
—¡Hace media hora que está hirviendo el agua! —dijo, apagando el fuego. Moví la cabeza para mirarlo—. ¿Estás bien?
Negué con la cabeza mientras intentaba ocultar mis lágrimas. ¿Por qué no podía dejar de llorar? Cada segundo que pasaba era peor y me hería creer que en ese momento podría haber estado en mi luna de miel.
Martín se sentó a mi lado y me tomó la mano.
—Hermanita hermosa… ya sé que estuvieron juntos siete años. También sé que lo amabas mucho, y que supongo que lo seguís haciendo porque de un día al otro no te vas a olvidar de él, pero tenés que seguir adelante. Hay miles de hombres más y seguramente alguno te va a corresponder. Todavía sos joven, tenés una vida por delante… no estés mal. Mirame a mí, tengo treinta y dos años y ni siquiera tengo novia —se rio y encogió de hombros—. Y tampoco muero por tenerla.
—Pensé que era el hombre de mi vida. ¿Para qué me pidió casamiento si me iba a dejar? Un año gastando plata en la fiesta, peleando por la comida, la decoración, la maldita fecha. ¡Haciendo dieta para lucir mi vestido preferido! ¡No comí un chocolate en todo el año! ¡Odiarlo es poco! ¡Tengo ganas de ir y romperle esa cara perfecta que tiene! —grité en un ataque de furia y pegándole a la mesa.
—Tranquilizate, Noe… —replicó él con cara asustada.
—¿Dónde está ese asqueroso vestido? ¿Dónde lo dejé?
Me levanté con rapidez y subí las escaleras corriendo hacia mi habitación. Como allí no estaba busqué cada pieza hasta que lo encontré en el armario de mi papá.
Notaba como Martín me pisaba los talones y gritaba que no cometa locuras, aunque no me importaba nada. En ese momento me encontraba nublada por el enojo.
Saqué el vestido del envoltorio de plástico, lo tiré al piso y comencé a pisarlo. Arranqué unos pedazos de tela, quité varias perlas, lo escupí y lo maldije una y mil veces… hasta que los brazos de mi hermano me rodearon el cuerpo y me apretaron hacia él en un intento de contenerme. Para lo único que sirvió es para que me pusiera a llorar con toda la fuerza sobre su hombro.
—Shhh… —dijo mientras me acariciaba el pelo—. Largá todo lo que tengas, te va a hacer bien. Descargate.
Creo que lloré lo que no había llorado en años. Le terminé empapando toda la camisa y me agarró una respiración entrecortada que no podía parar.
Cuando al fin me calmé, miré el vestido en el piso y me reí.
Martín no podía creer lo que estaba viendo. Debía pensar que estaba loca, ya que empecé a reír como una histérica.
—Llevame a mi casa —le dije.
—No… vos no estás bien todavía. Acabas de confirmarlo. ¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó, señalando al atuendo.
—Con el vestido no sé, pero tengo una idea genial…
—¿Cuál?
—Irme de luna de miel.