CAPÍTULO 1.
La lluvia golpea con furia el parabrisas, como si quisiera castigarme por todo lo que no había visto venir. Mis manos tiemblan sobre el volante, no por el frío, sino por la rabia. Esa rabia sorda, amarga, corrosiva, que te arrastra por dentro y te convierte en algo que no reconoces.
Los faros del coche apenas podían cortar la neblina que se espesaba como una cortina de humo. No recordaba en qué momento había salido del edificio. Solo sabía que estaba sola. «Otra vez».
La imagen de Franco medio desnudo en el salón del departamento donde nos acostumbrábamos a ver aún estaba presente Y aún arde en mi memoria. No por su cinismo, sino por lo estúpida que fui. Por creer, siquiera que él pudiera quererme.
Flashback.
Nunca fui buena para las sorpresas. Siempre me descubren, siempre me adelanto, y por supuesto, siempre hay algo que se me escapa. Pero con Franco… quiero intentarlo. Quiero tener ese momento cursi que se ve en las películas. Él entra, huele el aroma de su comida favorita, ve las velas, me ve a mí con esa hermosa sonrisa y dice: "¿Todo esto por mí?". Sí. Todo esto por ti, Franco. Porque en estos siete meses, me convencí de que esto era real.
El trayecto al departamento es un revoltijo de nervios. Subo a mi pequeño auto con la mochila donde llevo un mantel que me robé del restaurante, uno de los que usamos para las mesas de los clientes importantes, una vela de vainilla que me encantaba y unos postres que preparé la noche anterior. Sabía que él no llegaría hasta dentro de un par de horas si lo llamó para vernos. Además, me había dicho que tenía mucho trabajo en la empresa donde trabaja, así que pienso que tengo tiempo para prepararlo todo.
No tardó en llegar al edificio donde estacionó y bajo sintiendo el entusiasmo recorrer mi cuerpo. Las puertas del elevador se cierran y me miro en el espejo del mismo. Mi cabello rubio está en una coleta alta y mis ojos grises se ven muy grandes en mis ojos ahora mismo. Evito hacer una mueca porque realmente necesito hacer algo con mis ojeras antes de que llegue Franco. He trabajado turnos dobles para así poder abonar algo a la deuda que tiene con el usurero más grande de esta ciudad. Todo por intentar encontrar la mejor atención para su abuela, algo que no funcionó porque ella inevitablemente había fallecido.
El último año había sido duro. Por eso, Franco es como un rayo de sol en medio de la tormenta. Una sonrisa tira de mis labios cuando las puertas se abren y sale en el piso correspondiente. Camino por el pasillo y abro la puerta con el duplicado que Franco me dio hace unos meses, y no es el silencio lo que me recibe. Es su cuerpo, ahí, de pie, en medio del salón, sin camisa y con los pantalones de vestir desabrochados, bebiendo agua directo de una botella. Su piel aún está húmeda, como si acabara de salir de una sesión de ejercicio. Y la sorpresa no es la mía, es la suya.
—¿Raven? —Inquiere, deteniéndose a medio trago. Sus ojos se abren como platos y baja la botella—. ¿Qué haces aquí?
Trago saliva e intento formular una respuesta.
—Pensé darte una sorpresa. Quería arreglar el lugar, llamarte para que vinieras y… no sé. Solo quería verte sonreír. —Mi voz sale más suave de lo que espero, como si algo en mí ya supiera lo que viene.
Él abre la boca como si fuera a responder, pero antes de que pueda articular una sola palabra, una voz femenina cortó el aire.
—Fran, amor… ya está llena la bañera. ¿Vienes?
No es un grito. Es una invitación suave e íntima. Una voz de confianza. Una voz que no esperaba encontrar aquí.
Lo miro, pero él no me mira de vuelta. Baja la vista y respira hondo.
—Es mejor que te vayas, Raven —susurra en tono plano. Vacío. Como si le costara el mínimo esfuerzo decir esas palabras.
—¿Qué? —mi voz sale temblorosa—. Franco, ¿qué es esto? ¿Quién está ahí? ¿Me estás engañando?
Él se encoge de hombros. Como si no le importara. Como si mi presencia no significara nada.
—No hay nada que explicar. Solo me estaba divirtiendo. Ya se acabó el juego.
Mi corazón se encoge. Cada palabra es como un ladrillo estrellándose contra mi pecho.
—¿El juego? —susurró—. ¿Yo era un juego para ti?
Él finalmente me mira. Pero no es el Franco que conocí. No es el chico que me abrazaba después de mi turno de doce horas. No es el que me decía que amaba mi risa, que quería escucharla toda la vida. Este es otro Franco. Uno que me clava los ojos con desdén.
—¿De verdad creíste que iba a estar contigo en serio? —se ríe por lo bajo, como si mi credulidad fuera patética—. Vamos, Raven. ¿Mírate? No tienes nada. Ni futuro, ni estilo. Apenas sobrevives. ¿Cómo ibas a pensar que yo estaría con una muerta de hambre como tú?
No lloro. Aún no. Porque el golpe es tan fuerte que mi cuerpo ni siquiera puede reaccionar. Me quedo paralizada y siento cómo el aire me dolía al entrar en los pulmones.
Quiero gritarle. Me gustaría decirle que es un maldito cobarde. Que usó mis sueños, mis palabras, mis caricias y que me hizo creer. Lo peor de todo es que quería gritarle que yo, que desconfiaba de todos, había bajado la guardia por él y me moría por pegarle, arañar su rostro hermoso y romper esa máscara de perfección. Pero cuando doy un paso hacia atrás, cuando el temblor me alcanza los labios, él se adelanta de forma rápida y con una frialdad que me hiela la sangre.
Me toma del brazo con fuerza.
—No hagas una escena —murmura, y antes de que pueda decir algo más, su mano cubre mi boca con fuerza. Como si mi voz le molestara, como si yo, toda yo, fuera una inconveniencia.
Me arrastra fuera. Literalmente. Siento cómo mis pies tropiezan en la alfombra, cómo mi mochila cae al suelo y cómo mi corazón se agita como un pájaro enjaulado. Intento zafarme porque lo último que deseo es que me toque. No después de lo que ha dicho y hecho. Pero su agarre es firme e impasible.
Abre la puerta con la otra mano y, sin mirarme a los ojos, me empuja fuera, antes de arrojar a mis pies mis cosas.
—Se acabó —es lo último que dice antes de cerrar la puerta en mi cara.
Y me deja ahí. Parada, con el corazón hecho trizas. Con las manos temblando y los ojos ardiendo.
La vela cae de mi mochila, rueda por el pasillo como si también quisiera huir y los postres se han aplastado dentro del recipiente. Todo, absolutamente todo lo que he preparado con ilusión, se deshizo en segundos.
Y entonces me permito llorar.
Me cubro la boca con la mano porque no quiero que nadie me escuche, pero no puedo contener los sollozos. Me deslizo por la pared hasta quedar sentada en el suelo, con la espalda encorvada y el alma rota.
¿Cómo no lo vi? ¿Cómo no noté las señales?
Quizás sí las vi… y no quise creerlas.
Quizás estaba tan hambrienta de cariño, de sentirme elegida por alguien, que cerré los ojos ante lo evidente. Me bastaba con sus besos, con sus promesas difusas, con esos "te extraño" enviados a medianoche.
¡Qué estúpida fui! ¡Qué idiota!
Pero también qué cruel él. Qué monstruo.
Porque hay muchas formas de decir que ya no quieres estar con alguien. Pero hacerlo así… destrozándome sin una pizca de compasión, tratándome como una cosa descartable. Eso no es desamor.
«Es humillación».
Me limpio el rostro con la manga de la camiseta estilo polo. Me pongo de pie temblando y no miro atrás. Tomo mis cosas y me alejo por el pasillo. Mientras bajo por las escaleras, siento que cada paso pesa como si llevara ladrillos en los pies.
Fin de Flashback.
Golpeó el volante con la palma de la mano, dejando escapar un sollozo contenido que no suena a tristeza, sino a impotencia. Las carreteras de Florencia estaban inundadas y llueve a cántaros. Nadie en su sano juicio estaría conduciendo en una noche así. Pero yo ya no estoy cuerda. O tal vez nunca lo he estado. Sin embargo, una parte de mí, la parte que aún se ama, que se respeta y que intenta cuidarse, me susurra algo que quiero creer.
Esto no fue mi culpa.
Esto no me define.
Y lo más importante. Esto no es el final. Porque, aunque hoy me siento vacía, rota y sucia. Un día voy a volver a mirarme al espejo y voy a encontrarme de nuevo.
Y él… él solo será una cicatriz más. «Una que duele, pero que no mata».
Un crujido seco me saca de mis pensamientos y mi corazón da un salto violento, como si hubiera caído en un pozo, cuando un destello de luces blancas aparece del lado derecho y en una fracción de segundo siento el impacto y el rugido metálico. Luego de eso, silencio. Mi cuerpo protesta y grita de dolor. La bolsa de aire se ha desplegado, salvándome la vida. Miro mis brazos y noto los cortes por los fragmentos de vidrio. Me quito el cinturón como puedo y logro salir del asiento del conductor, caigo sobre el pavimento mojado y la lluvia me empapa enseguida. Parpadeo en busca de ayuda, pero siento que el agua o quizás la sangre corre con mi rostro. Me incorporo como puedo y cojeo hasta el otro auto donde descubro a una mujer inconsciente. Y con su visión borrosa y a punto de desvanecer, escucho el sonido de las sirenas antes de perder el conocimiento.
POV. NICOLÓ VISCONTI.
La sala de juntas de Visconti Group tiene un eco particular cuando está vacía. Un silencio pulcro, casi quirúrgico, como si todo lo que ahí se dice, queda grabado en las paredes de mármol gris y vidrio templado. Me encuentro sentado en la cabecera de la mesa, esa que alguna vez ocupó mi padre, con las manos entrelazadas sobre la superficie brillante, mientras el reloj marca un poco más de las tres de la tarde.
—Se te acaba el tiempo para casarte, Nicoló —espeta mi abogado de confianza, con esa voz plana que tiene la capacidad de irritarme incluso cuando dice cosas que necesito escuchar.
Hago una mueca. No por sorpresa o por duda. Sino, por la ironía de todo aquello. ¿Casarme? La idea en sí no me repugnaba. Lo que me repugnaba es que la decisión no me pertenece del todo. Que mi padre, incluso muerto, siguiera dictando los términos de mi vida.
—Ya encontré a una mujer para eso —digo sin levantar la mirada.
El abogado enarca una ceja, sorprendido.
—¿Y cuándo será la ceremonia?
—En unos días.
Asiente lentamente, como si quisiera asegurarse de que lo digo en serio. Y lo decía. La decisión está tomada. Solo queda ejecutar.
Cuando se marcha, el silencio vuelve a caer sobre la sala como una manta densa. No me muevo de mi sitio. Me quedo ahí, mirando al vacío, con la espalda recta y los recuerdos revoloteando como moscas alrededor de una fruta madura.
Mi padre había muerto hacía un año. El funeral fue sobrio, elegante, lleno de discursos hipócritas y reverencias fingidas. En el fondo, todos esperaban ver cómo me hundía en el mar de mujeres, fiestas y excesos en el que había vivido la última década. Supusieron que, sin su presencia, me perdería. Lo que no sabían era que yo ya estaba perdido mucho antes de que él muriera.
Pensé que tomar el control de Visconti Group sería automático. Que todo estaba dicho, sellado, escrito. Pero no. Al abrir el testamento, lo encontré. La cláusula. Esa maldita cláusula.
"Mi hijo mayor, Nicoló, tomará posesión completa de Visconti Group y de su herencia correspondiente solo si contrae matrimonio dentro de un año desde mi fallecimiento."
Eso fue todo.
Una línea.
Una sentencia.
Una trampa.
Mi padre estaba cansado. Lo entendí tarde. Cansado de mis caprichos, de mis amantes temporales, de mi falta de compromiso. Siempre fui el hijo favorito, sí, pero también el más indisciplinado. Y él necesitaba algo más que un apellido para garantizar el futuro de su imperio.
El tiempo se me agota y por eso me vi obligado a buscar a alguien que no tiene nada que ver conmigo. Después de mucho pensarlo, contraté una agencia y encontré a la mujer indicada para esto.
Marcia.
La mujer es lista, distante, elegante y lo suficientemente inteligente para ver que puede ganar mucho dinero, si mantiene la boca cerrada. Lo suficientemente sensata para no confundirse con cuentos de hadas y lo suficientemente ambiciosa para aceptar un trato claro: una buena suma a cambio de ser mi esposa. Nada más.
No podía pedírselo a ninguna de las mujeres con las que me había acostado. Todas querían algo más. El príncipe azul, el cuento de hadas, la promesa de una eternidad que yo no estaba dispuesto a ofrecer. Lo mío no es el amor, nunca lo ha sido.
La familia, el legado y el apellido son lo que importa ahora mismo. Eso es lo que está en juego.
Franco, mi hermano menor, está a punto de casarse con la hija de uno de los miembros de la junta directiva. ¿Coincidencia? No lo creo. Siempre fue calculador, una serpiente de sonrisa fácil y puñal escondido. Si no cumplo la cláusula a tiempo, la empresa, las acciones y la dirección van a pasar a él. Y eso sería un desastre. Franco solo piensa en sí mismo. En el poder. En el placer inmediato. Yo, en cambio, pienso en nuestra madre y en nuestra hermana menor. En lo que Visconti Group representa no solo para nosotros, sino para el mundo.
La farmacéutica tiene presencia en más de cien países. Desarrollamos soluciones médicas para enfermedades cardiovasculares, cáncer, dolor crónico, asma y todo tipo de infecciones. Nuestra influencia en la economía, la medicina y la política es vasta. En manos de Franco, ese poder sería una bomba de tiempo.
Por eso no puedo fallar. Por eso no quiero fallar.
Me pongo de pie con calma, recojo mi chaqueta y salí de la sala. Mis pasos resuenan en el mármol como si cada uno pesara toneladas. La gente en los pasillos se aparta a mi paso, como siempre. El heredero. El señor Visconti. Pero ninguno sabe cuánto cuesta cargar con ese título.
Al llegar a mi oficina, el aroma a cuero y madera me recibe como un viejo amigo. Cierro la puerta tras de mí y me apoyo en el escritorio, sacando el teléfono del bolsillo. Tecleo un mensaje breve y conciso. Como todo lo que intercambiamos.
"La cena con mi familia es esta noche. Te espero. Sé puntual".
Lo envío sin esperar más. Un minuto después, su respuesta aparece en la pantalla.
"Sí".
Eso es todo. Ni un emoticon, una pregunta o un reclamo de mi manera tan fría.
Respiro hondo con satisfacción de haber encontrado lo que esperaba. Y eso, en este momento, es exactamente lo que necesitaba.
Me siento frente al ordenador y abro los informes del día. Aún estoy al frente de Visconti Group. Cada decisión pasa por mí. Cada inversión, cada nuevo proyecto. Cada mínimo movimiento del emporio lleva mi firma, y no pienso cederle ese lugar a nadie. Mucho menos a Franco.
Deslizo los dedos por la pantalla mientras reviso los avances de nuestra división de oncología. Resultados prometedores. Un nuevo ensayo clínico en Japón. Colaboraciones con hospitales de Noruega y Suiza. También hay una alerta sobre la fábrica en la India. Un asunto que requiere intervención inmediata. Me pierdo en el trabajo como quien se sumerge en un mar denso y oscuro. Ahí no hay ruido. No hay abogados. No hay fantasmas del pasado ni sombras del futuro. Solo decisiones, datos y resultados.
Pero incluso en medio del torbellino de cifras, no puedo dejar de pensar en la cena de esta noche. En mi madre preguntando por ella y mi hermana mirándonos con curiosidad. En el teatro que vamos a representar. Me preguntó, por un instante, si ella vendría con ese aire tranquilo que me mostró al conocerme o si el peso de la mentira empezaría a incomodarla. No lo sé. Pero no puede dudar ahora. No tan cerca del final.
Cierro la computadora con determinación y me inclino sobre el escritorio. Miro el retrato de mi padre que cuelga en la pared, su rostro severo y altivo, observándome cómo lo hizo toda mi vida.
—Estoy cumpliendo, viejo. A mi manera. Pero cumpliendo —murmuró.
Y con eso, me pongo de pie.
Tengo una promesa que mantener, un imperio que proteger y una mujer a la que debo convertir, al menos por contrato, en mi esposa.
El reloj marca el inicio del final de la carrera. Y yo estoy lista para cruzar la meta. Aunque tenga que hacerlo de una manera poco ortodoxa.