CAPÍTULO 2.

2750 Words
POV. NICOLÓ. Florencia se deshace en sombras mientras el día se retira, cediéndole el paso a la noche con una dignidad casi antigua. Me quedo mirando por los ventanales de mi oficina en el último piso, viendo cómo la lluvia cae con una intensidad implacable sobre la ciudad. Las luces de los faroles, ya encendidas, parecen derretirse en los charcos, distorsionadas por el agua que arrastraba consigo todo rastro de claridad. Apoyo una mano contra el cristal frío. El murmullo de la lluvia tiene algo hipnótico, casi letárgico, como si el tiempo se ralentizara en su presencia. Florencia, incluso bajo esa tormenta, o tal vez gracias a ella, parece aún más majestuosa, casi sagrada. Los tejados anaranjados, las piedras centenarias, las calles estrechas y antiguas… todo respira historia. Todo parece prometer permanencia. «Pero nada es permanente, ¿verdad?» Suspiro y miro el reloj que marca las siete. Tengo que volver a casa, ya que la cena está prevista para las ocho. Tomo la chaqueta de mi traje y me la pongo con lentitud, aun con la vista perdida en la lluvia. Mientras acomodo el cuello, marco el número de Marcia que contesta al segundo tono. —Estoy de camino a la villa, Nicoló —dice en modo de saludo, casi cantarina—. Pero el tráfico es un infierno. La lluvia ha ralentizado todo. Abro la boca para decir algo cuando escucho un grito y el chirrido desesperado de neumáticos antes de escuchar el golpe sordo. Y luego, silencio. —¿Marcia? —mi tono es helado. No hay respuesta. Solo el eco de la llamada finalizada. La sangre me abandona el rostro. Salgo de la oficina con pasos rápidos, al llegar al vestíbulo, mi chofer ya me espera con el paraguas desplegado, pero no le doy tiempo a preguntar nada. —Vamos. No a la villa. Toma la vía central. ¡Ya! —¿Señor? —¡Ahora! —rujo, subiendo al coche. La ciudad es un laberinto de luces borrosas y caos líquido. El parabrisas apenas mantiene el ritmo de la lluvia, y la visibilidad es casi nula. Y mi cabeza piensa mil escenarios y ninguno es tranquilizador. No es hasta que veo las luces intermitentes de los coches de policía que sé que hemos llegado. —Detente —ordenó, ya abriendo la puerta, antes de que el coche se detenga por completo. La escena es devastadora. Un auto compacto destrozado, su estructura irreconocible. Y otro, igualmente dañado, empotrado contra una farola. Me acerco, empapado, sintiendo el agua calarme hasta los huesos; mis zapatos hacen un sonido áspero contra el pavimento encharcado. —¿Qué ocurrió aquí? —le pregunto al primer oficial que encuentro. —Colisión lateral. Tremenda. Ocasionada por la velocidad y la lluvia. Los heridos fueron llevados al Santa María Nuova —responde sin levantar la mirada de su libreta. —¿Los nombres? —Un momento… —revisa sus notas—. Una de las víctimas se llama Marcia Gualtieri. Fue trasladada inconsciente… No lo dejo terminar de hablar. Me giro y vuelvo corriendo al coche. —A Santa María. ¡Rápido! La lluvia azota los cristales con furia. Por dentro, yo no soy diferente. La cabeza me arde de pensamientos. Y maldigo entre dientes, el camino se me hace eterno hasta que después de unos minutos llegamos al hospital y uso mis contactos. Un apellido como el mío abre puertas y no temo usarlo. —¡Quiero hablar con el médico a cargo del accidente de tránsito de hace veinte minutos! ¡Ya! Las enfermeras en el área de recepción se mueven y, espero por unos minutos que me supieron eternos, un doctor aparece. Con el gesto cansado, y una expresión que no me agrada. —Señor Visconti... —empieza, con una pausa demasiado larga. —Hablé —le exigí. —Una de las mujeres falleció al llegar. La otra está estable, pero inconsciente. —¿Quién murió? — Increpó a punto de perder la paciencia. El hombre mira la ficha unos segundos antes de verme nuevamente. —Marcia Gualtieri. Me quedé mudo. No la amaba. No soñaba con envejecer a su lado. Pero había sido amable y de alguna manera había tolerado su cercanía los pocos días que nos habíamos reunido para hablar sobre los detalles del contrato y de qué se esperaba de ella. No la quería… pero tampoco deseaba verla muerta. No así. No destrozada entre metal y vidrio. —La otra mujer… —digo, sin saber por qué—. ¿Tiene identificación? El médico vacila. —Señor Visconti, no puedo… Lo miro. Solo lo miro y él entiende. Después de unos segundos de duda, saca un plástico del bolsillo. Un carnet deteriorado, manchado. Raven Bošković. El nombre se me clava en la lengua como una astilla. Sin darle una segunda mirada, me alejo del médico que me dice algo, pero lo ignoro. Saco mi móvil desde el interior de la chaqueta de mi traje y milagrosamente está funcional. Con la sangre latiéndome en los oídos, marco y espero a que respondan. —Quiero toda la información sobre Raven Bošković —ordenó sin pensarlo y dicto su número de identificación—. Investiga todo sobre esa mujer. Domicilio, historial, familia. Todo. No espero una respuesta, cuelgo y vuelvo a mirar el carnet. Raven. Un nombre que no dice nada. Pero en esta noche infernal, entre la muerte de Marcia y la confusión general, esa desconocida es ahora la única testigo de lo ocurrido. Me maldigo en silencio. la muerte de Marcia es una desgracia y muy inconveniente para mí. El tiempo se me agota y Franco me respira en el oído. Resoplo y miro el carnet nuevamente, mientras la lluvia, esa maldita lluvia eterna, sigue golpeando los ventanales del hospital como si también quisiera entrar. Florencia brilla allá afuera, imponente y cruel. Y yo, empapado en pérdida, empiezo a entender que todo ha cambiado. Las horas pasan y no me marcho del hospital. Había pedido a mi chofer que fuera por ropa seca a mi oficina. Esa que tengo por si ocurría un imprevisto durante el día y bueno, esto es más que un maldito imprevisto. Ahora estoy seco y no he dormido. No porque me sienta culpable, porque no lo hago. Sino porque mi mente no puede parar. Sé que mi familia se quedó esperando por mí, y me han llamado las veces necesarias para saber que están curiosos por mi desaparición. Pero no pueden saber nada. Eso sería mi condena. Está amaneciendo y la lluvia ha cesado cuando mi equipo me entrega el informe completo sobre el accidente y la mujer. Lo primero que leo es que Marcia había sido la responsable del accidente. Ella había invadido el carril al perder el control del vehículo. Y la otra, la mujer, Raven... no es más que una víctima. Paso las hojas del dosier que mi contacto ha armado con eficiencia quirúrgica y tiempo récord. En él está su nombre completo, su dirección en una zona deprimida de la ciudad, sus antecedentes laborales: mesera, asistente de cocina, vendedora de mostrador... La lista es extensa. Su historial académico, truncado como casi todo en su vida, y con un historial financiero lamentable. Deudas acumuladas con intereses imposibles, firmadas a sangre con el usurero más infame del distrito sur. Un tipo al que yo mismo prefería no deberle ni una mirada de más. Y, por último, lo que me llama la atención es que tiene suspendido el carnet de conducir. Es pobre, vulnerable e invisible. Y de pronto, útil. —Maldita sea, Nicoló. Tu supuesta prometida acaba de morir —susurro por los pensamientos fríos e inhumanos que cruzan mi mente, pero la fecha para cumplir con la cláusula me respira en la nuca y la cara de Franco no hace más que poner a trabajar mi cabeza. Pienso en todo eso mientras veo cómo el sol se cuela por los ventanales, dándole paso a un día soleado cuando anoche había sido un infierno. No había sido mi intención mirar más allá de la culpabilidad. Solo necesitaba saber si tenía que defender a Marcia... o enterrar el asunto. Pero ahora que se la verdad, que Marcia es la culpable, se me presenta una y otra vez la misma disyuntiva. «¿Qué hacer con la cláusula?» Mi padre, en su eterno cinismo legal, me había dejado un testamento que más parece una trampa que una herencia. Un castigo por mi independencia, supongo. Una prueba más de su necesidad de controlarme incluso desde la tumba. Ahora Marcia no está. Ya no vamos a poder fingir que somos una pareja funcional. Así que sí, la pregunta lógica es: ¿y ahora qué? El reloj marca las siete de la mañana cuando vuelvo a repasar la carpeta de Raven. Su rostro aparece en una fotografía tomada desde una cámara de vigilancia, de espaldas a una barra de cafetería, el uniforme planchado a medias, el cabello recogido en un moño flojo. Hay algo en su postura, en la curva tensa de sus hombros, que me habla más que cualquier dato. Hay resignación, lucha y fracaso. Y entonces la loca idea viene a mí nuevamente. Retorcida y al mismo tiempo perfecta. ¿No estoy buscando una esposa? ¿Acaso, no es mi necesidad más urgente? ¿Y ella no está la ruina? ¿Tal vez con el miedo al proceso judicial encima debido a que estaba conduciendo con el carnet suspendido? Sí, fue la víctima, pero de igual manera puede estar en problemas serios gracias a ese hecho, además de tener una deuda que la puede llevar a la tumba. Puede soñar cruel, y lo es, pero las situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas. Ella necesita protección, yo necesito una solución. ¿Una farsa por otra? Tal vez no sea tan ilógico después de todo. Pero tengo una ventaja. Mi familia no sabe nada. Se suponía que anoche iba a presentar oficialmente a Marcia durante la cena. Nadie la ha conocido aún, ni escuchado su nombre de mis labios. Me gusta mantener mis secretos en cajas fuertes bien cerradas. Por eso nadie sabía cómo lucía, ni su tono de voz, sus gestos. Solo saben que tenía una prometida. Y que anoche la verían. Así que no necesito una mujer. Necesito una fachada. Cuando me dicen que ha despertado, me dirijo al ala privada del hospital que está silenciosa. Me deslizo por los pasillos como un pensamiento de que no quiero ser escuchado. Las enfermeras apenas me miran. Ya saben quién soy. Durante la mañana dejé en manos de mis abogados lo referente a Marcia y que tuviera el funeral digno, además de que se asegurara de dar una buena suma de dinero a su familia. No soy un completo insensible. Me detengo en la puerta de la habitación y ella está recostada, la cabeza vendada, el labio inferior roto, un brazo vendado. Parecía pequeña entre las sábanas blancas. Frágil, dolida, pero no rota. No del todo. Cuando abre los ojos y cuando me ve, se tensa. Debo admitir que la foto del carnet no le hace justicia. Aún puedo ver parte de su cabello a pesar del vendaje, es de color rubio y ahora está algo enmarañado y con sangre seca. Sus ojos son grises, tiene facciones delicadas y se ve muy joven. Su mirada pasa de la confusión al miedo en cuestión de segundos. Supongo que no sabe quién soy. Mejor. Así puedo moldear mi narrativa. «Eres un demente». Me susurra el subconsciente, pero lo ignoro. —¿Cómo te sientes? —preguntó en tono suave, casi médico. —¿Quién… quién es usted? No respondo de inmediato. Dejo que el silencio se filtre entre nosotros, que su ansiedad crezca. La observo tragando saliva con dificultad, con los ojos saltando de mi rostro al monitor, como si buscara una salida de emergencia que no existe. —Soy alguien que puede ayudarte —digo al fin, sin adornos. —¿Ayudarme? —Sí. Pero también soy alguien que puede hacer que termines en prisión. Su rostro se tensa como una cuerda que está por romperse. La herida en su labio vuelve a sangrar por la presión y noto que intenta moverse, pero el dolor la mantiene clavada al colchón. —Yo no… yo no hice nada —murmura. —Eso lo dirá el juez al ver tu carnet de conducir suspendido —Asevero, aunque sé que no habrá juicio o algún problema si muevo los hilos y el caso del accidente no llega a tribunales porque ella estaría presentando un proceso debido al estado de su permiso de conducir. Y bueno, sí. También estoy mintiendo a medias porque no creo que vaya a prisión por eso. Así que estoy tirando un farol, sí. Pero es un farol muy bien construido. Ella no tiene cómo saberlo. Para ella, el mundo se estaba desmoronando a su alrededor. —¿Qué quiere de mí? —increpa con voz quebrada. La pregunta más importante. La que he estado esperando. Me acerco y me siento en la silla junto a la cama y la miro a los ojos con carácter. —Es muy sencillo, Raven. Cásate conmigo. El impacto es visible. Como si la hubiese abofeteado. Su boca se abre, pero no sale ningún sonido. Solo respiraciones rápidas, cortas y agónicas. —¿Qué? —Lo escuchaste bien —respetó con calma—. Cásate conmigo. —¿Está… está loco? Ni siquiera se su nombre, menos quién es. Me encogí de hombros. —Tal vez. Mi nombre es Nicoló Visconti, pero también soy tu única salida. Puedo hacer que el expediente del accidente desaparezca, al igual que las deudas de tu usurero y que nunca en tu vida tengas que servir tazas de café hasta que tu espalda esté a punto de reventar. Además de darte algo muy importante. Tu libertad financiera y la opción de una nueva vida prospera. Los segundos que siguen son un desfile de emociones en su rostro. Negación, confusión, rabia, miedo. Quiso reírse, pero la mueca se convirtió en un sollozo contenido. —¿Por qué? No me conoces. Solo vienes aquí y le ofreces matrimonio a la primera mujer en desventaja. —No importa. Solo… digamos que necesito una esposa. Y tú necesitas una solución. Además, puede decirse que desviaste mis planes y ahora tú puedes volver a encaminarlos. Me mira sin entender. —Yo no necesito un marido —murmura con los ojos vidriosos—. Necesito justicia. Su tono me sorprende y no entiendo a qué se refiere. Pero si puedo ayudarle en algo con tal de que acepte, ¿por qué no hacerlo? Me reclino en la silla y la miro con atención. —La justicia no existe para gente como tú, Raven. Lo sabes. No tienes dinero y no tienes respaldo. Tienes una deuda que te puede matar antes de que este caso llegue a juicio. —Guarda silencio porque sabe que tengo razón. —Cásate conmigo y todo eso desaparece. El juicio, las deudas y el miedo. Yo puedo borrar tu historial como si nunca hubiese existido. Darte seguridad y protección. Incluso dinero. A cambio, solo necesito tu firma. —¿Y qué pasa cuando ya no me necesites? —Eso también está contemplado. Un año. Solo uno. Después de eso, puedes irte. Con una nueva identidad, si así lo deseas. Pero no pienses mucho porque la familia de la mujer que falleció en el accidente puede buscar justicia. Su cuerpo tiembla y sus ojos estaban fijos en la pared. Respira con dificultad y su cuerpo vibra con una angustia muda, pero también con resignación. Sabe que estaba atrapada y yo también lo sé. —Cárcel o matrimonio —espeto por última vez. Entonces la escucho respirar de manera profunda, aunque hace una mueca cuando lo hace. —Está bien. —Responde. Apenas en un susurro. Pero es todo lo que necesito. Asiento, me levanto y salgo de la habitación. Le indico a una enfermera que prepare a la paciente. En dos horas tendríamos un juez civil en la habitación, un testigo legal y un anillo que no significa nada. Bueno, sí significa algo. Victoria. Y una esposa. Una que no sabe nada de mí. Y puede que me odie cuando se entere de que todo lo del juicio es una infamia, no me importa porque su vulnerabilidad es mi ventaja. Porque a veces, lo lógico y lo ilógico se dan la mano. Y todo por una maldita cláusula.
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