CAPÍTULO 3.

2469 Words
Nunca imaginé que todo pudiera cambiar en tan poco tiempo. Todo sucedió en menos de veinticuatro horas. Eso es todo lo que necesitó mi vida para desmoronarse, hacerse polvo, quedarse colgando de un hilo delgado y transparente como las líneas del monitor de este hospital que no para de emitir pitidos intermitentes. Hace un día tenía un novio que creía que me amaba. Era mi refugio en medio del caos. Pero estaba equivocada. El amor se transformó en una mentira brutal, en una traición tan fría como la sábana que me cubre las piernas. Perdí más que una relación. Perdí la confianza, la ilusión. La certeza de lo que el mundo era, aunque torcido, predecible. Y entonces vino el accidente. El chirrido de los neumáticos aún vive en mi cabeza, agudo, penetrante, como un grito de advertencia que llegó demasiado tarde. Recuerdo la sensación del impacto, el metal retorciéndose, el olor a gasolina, y luego… el silencio. Un silencio espeso, que no tiene aire ni tiempo. Después, oscuridad. Me dijeron que tuve suerte, pero que la otra chica no. No sé su nombre. No sé su historia. Solo sé que yo salí viva y ella no. Y que ahora esa sensación de culpa y miedo de tener problemas legales estaba a la vuelta de la esquina. Codicia con el carnet suspendido. Eso podía hacerme meter en más problemas. ¡Como si no tuviera ya suficiente con el corazón en ruinas! Me desperté en esta habitación blanca. Con las luces brillando demasiado, con el cuerpo pesado y adolorido. Pero el verdadero dolor, el más profundo, no está en mis costillas ni en mi brazo vendado. Está en otro lugar, más escondido. Un rincón dentro de mí donde algo se quebró y ya no puedo repararlo. Es entonces cuando lo vi por primera vez. Nicoló Visconti. Un nombre extraño para un hombre aún más extraño. Alto y elegante. Su traje gris era más caro que todo lo que he usado en mi vida. Su rostro no muestra emociones, pero sus ojos… sus ojos son otra historia. Negros y observadores. Casi crueles. Pero también determinados. Como si supiera exactamente qué decir, cómo actuar, y qué quería de mí. Y lo que quería era un matrimonio. Un trato. Una locura. Me lo propuso con la naturalidad de quien ofrece una taza de café. “Te casas conmigo. Firmas un contrato y yo pago tus deudas. Tú cumples la parte del trato que te corresponde y, al final, recibes un plus. Una suma considerable.” Lo miré como si hubiera perdido la cabeza. ¿Quién demonios se casa con una extraña recién salida de un accidente? ¿Quién propone un acuerdo, así como si fuera lo más normal del mundo? Y más aún, ¿por qué yo? Eso no tiene sentido, pero tampoco tengo opciones. Franco ya no estaba. Y cuando la posibilidad de terminar en la cárcel o, peor, en una zanja por deber dinero me golpeó, comprendí que estaba atrapada. Que nadie vendría a salvarme. Y que, tal vez, Nicoló es la única salida, por más retorcida que pareciera. Estaba sola y él es mi tabla salvavidas. Por eso no lo pensé. No podía. Mi cerebro está embotado. Todo en mí parece actuar desde la inercia, desde un vacío emocional que ya no puedo llenar. Así que cuando regresó, vestido igual de impecable, con un maletín n***o y un abogado silencioso detrás de él, solo asentí con la cabeza. Y ahora estoy aquí. La luz del hospital es pálida, casi azulada. Mi cama está ligeramente reclinada, lo suficiente para mantener mi dignidad mientras me convierto en esposa de un completo desconocido. Mi voz suena distante cuando confirmo mi nombre, mi identidad, y acepto, como si estuviera viendo una película donde la protagonista tomó una decisión desesperada. La juez está de pie a los pies de la cama. Es una mujer de rostro duro y expresión neutra. Tiene una carpeta en la mano. El abogado de Nicoló, un hombre delgado y con una calva brillante como una lámpara, observa en silencio, y a su lado, una enfermera, ha sido reclutada como testigo legal. —¿Acepta usted contraer matrimonio con Nicoló Visconti? —pregunta la juez. Su voz es seca, administrativa, como si me estuviera leyendo las condiciones de un préstamo. Respiro hondo. Mi pecho se eleva con esfuerzo, por el dolor y por la incredulidad de la situación. —Sí —respondo, sin emoción. Acepto porque no queda otra. —¿Acepta usted, contraer matrimonio con Raven Bošković? —Sí —responde él con voz grave y con una seguridad que me abruma. Entonces me pasan el acta. Mis dedos tiemblan al sostener la pluma. Me cuesta firmar. No por duda, sino por el estado de mi cuerpo. Y, aun así, lo hago. Estampo mi nombre al lado del de ese hombre. Raven Bošković es ahora Raven Visconti. Me arde la garganta el solo pensarlo. Siento que con cada letra que escribo estoy sellando mi destino. El abogado nos entrega el contrato. Doce páginas llenas de cláusulas, condiciones y plazos. Al leerlas, descubro que Nicoló no solo va a pagar mi deuda. También se compromete a protegerme, a asegurar mi estabilidad económica hasta que finalice el “matrimonio”, y a entregarme una suma considerable como compensación final. No se menciona amor. No se menciona afecto. Solo protección, dinero y silencio. Estoy demasiado rota para cuestionarle. Así que, firmo también. Y justo cuando creo que todo ha terminado, Nicoló saca una pequeña caja de terciopelo n***o. La abre frente a mí revelando un anillo en el interior. Un maldito anillo de diamantes grande, frío y brillante. En mi vida podría pagar algo así. En tres vidas, tampoco. —Es solo apariencia —comenta él, como si me leyera la mente—. Pero es necesario. Desliza el anillo en mi dedo con un cuidado sorprendente. Por un momento, sus dedos rozan los míos, y una corriente eléctrica me recorre el brazo. No por atracción. No por deseo. Pero sí, por el desconcierto de todo esto. De estar aquí y de no saber quién soy, qué será de mi mañana, ni quién es realmente este hombre. Soy la esposa de un desconocido. Así de simple. Así de irreal. Los papeles se guardan. La juez se va seguida del testigo. El abogado se marcha con una inclinación leve de cabeza, dejándonos solos a él y a mí. Nicoló se sienta en la silla junto a la cama y me mira. No sé qué ve en mí. Tal vez una mujer derrotada o tal vez solo un medio para un fin que aún no comprendo. No digo nada porque no tengo fuerzas. —Ahora estás a salvo —dice con una certeza que me resulta insultante. Yo suelto una risa amarga, rota. —¿A salvo? Me siento como una prisionera con joyas. Nicoló ladea la cabeza con un gesto curioso. —Una prisionera con un futuro. No lo subestimes. Nos quedamos en silencio. Solo se escucha el pitido lento y constante del monitor. Me recuesto un poco más. Siento el frío de la cama, la rigidez de la venda en mi brazo, el peso invisible del anillo en mi dedo. Todo parece ajeno. Mi cuerpo, mi alma y mi vida. Todo pertenece ahora a alguien más. Una decisión que tomé porque no podía permitirme otra. Le vendí mi alma al diablo. Y, sin embargo, en algún rincón apagado de mi ser, algo se enciende. No hay esperanza ni ilusión. Solo fuego. Una chispa de resistencia, porque, aunque me haya casado con un desconocido, aún soy yo. Y tal vez, en medio de esta locura, logre encontrar un propósito porque sigo siendo una mujer que aún no ha decidido rendirse. No sabía que la libertad pudiera sentirse tan parecida a una jaula. El alta médica llegó con un susurro frío, como si fuera un trámite más, una hoja firmada con tinta invisible, porque aunque me permitían irme, yo sigo atrapada. No en el hospital, sino en mí misma. En los recuerdos, en la humillación y en el sabor agrio de haber sido un juego para Franco. Nicoló no vino. Fue uno de sus hombres quien me acompañó hasta el auto n***o, opaco y silencioso, como un ataúd sobre ruedas. No me habló en todo el camino, bueno, no lo necesitaba. Su presencia bastaba para recordar que todavía estaba bajo la vigilancia de alguien más, que lo que venía no es un regreso a mi vida anterior, sino un paso a lo desconocido. Me trajeron a un hotel. Uno lujoso, de esos que huelen a dinero y secretos. Me asignaron una habitación en el último piso, con vistas al mundo que sigue girando sin mí. Tenía todo lo que necesitaba. Sábanas blancas, cortinas gruesas que ahogaban el sol, una bañera en la que podías flotar horas enteras. Y, sin embargo, yo solo quería dormir. Dormí durante días. O eso parecía. Porque en realidad solo cerraba los ojos para escapar. Despertaba con la garganta seca, los recuerdos a flor de piel y la rabia tatuada bajo las costillas. Franco. Ese maldito nombre es una herida abierta. Ahora no por pérdida. Sino por vergüenza. Me odiaba por haber creído sus palabras. Por haberme rendido a su tacto como una idiota que confunde deseo con ternura. No era amor lo que me destruyó, era la traición. Eso es peor. Más cruel y Más profundo. Pero no lloré. No iba a darle ese poder. Franco no lo merece. Así que aprendí a lamerme las heridas en silencio. A curarme sin drama y a reconstruirme por dentro mientras por fuera no cambia nada. O eso creo. Días después, cuando los días empezaban a mezclarse y estaba casi recuperada por completo, golpearon la puerta. Y entraron ellas. Tres mujeres impecables, vestidas como si salieran de una editorial de moda. Traían maletas, cajas, neceseres, secadores de pelo y un aura de determinación que me hizo retroceder. Y frente a ellas, Nicoló que pasa a mi lado y se va al minibar de la suite. —Hola a ti también —murmuró con el ceño fruncido antes de ver a las mujeres—. ¿Qué es esto? —preguntó, con la voz aún ronca, envuelta en una bata que había vivido mejor que yo. —Tiempo de ponerte bonita —responde una, con acento francés y sonrisa felina. No me dan opción. Me hacen caminar de regreso a la habitación, cierran las puertas dobles y, a pesar de mis protestas, me desnudan con la precisión de cirujanas, midiendo cada parte de mi cuerpo con cintas suaves y ojos expertos. Me peinan, me ondulan, me maquillan. Ríen, cuchichean, y a ratos siento que se les olvida que soy una persona de carne y hueso, si no, una muñeca de trapo que acaban de encontrar y están ansiosas por transformar. Cuando terminan, no reconozco a la mujer que le devuelve la mirada en el espejo. Literalmente, siento que estoy mirando a una desconocida. Mis ojos grises se ven como una tormenta, están enmarcados por pestañas largas y curvadas, que los hacen parecer enormes. La piel, antes pálida y apagada, ahora parece esculpida con luz. Los labios, pintados con un rojo oscuro y sensual, se ven como una promesa que no he hecho. Llevo un vestido rojo, recto, de tirantes gruesos, escote cuadrado. Es fino, elegante, y demasiado. Uso unos tacones y solo espero no romperme de nuevo la crisma. Pero lo que me deja sin aliento es el collar. Auténticos diamantes que brillan como cuchillas bajo la luz. Cuando me lo cerraron en el cuello, algo en mí se estremeció. No fue tristeza, era más bien desconcierto. —Voilà —dijo una de las mujeres, dando un paso atrás como quien admira una obra de arte—. Perfecta. Perfecta. La palabra me cayó como plomo. Porque yo sé lo que hay debajo. Bajo el maquillaje, bajo el vestido, los diamantes. Sigue estando la Raven herida, enfurecida y cansada. Me quedo sola después de que se fueron, rodeada del eco de sus perfumes caros y sus sonrisas falsas. Me acerco al espejo de cuerpo entero y me miro con detenimiento. Esta no soy yo. Ahora soy una ilusión, una farsa. Pero es una farsa necesaria. El sonido de la puerta abriéndose me hace girar. Y allí aparece él. Nicoló. Alto, impecable como siempre, con su traje n***o y esa sombra permanente en los ojos. Se detiene al verme. Literalmente. Como si se hubiera topado con algo inesperado. Sus cejas se alzan, mínimamente. Y sus labios se levantan en una media sonrisa. Apenas perceptible. Pero estaba ahí. —Pusiste la misma cara que yo cuando me vi en el espejo —digo, sin filtros. Él no responde de inmediato. Se acerca de manera lenta, con la mirada fija en mí. Parece analizar cada detalle, como si tratara de descifrar si soy la misma mujer que había sacado del hospital días atrás. —Has cambiado —comenta en tono plano. —Por fuera —replicó, clavando los ojos en los suyos—. Por dentro sigo siendo la misma. La media sonrisa desapareció. Y vuelve a su expresión de mármol, controlada y afilada. La que me recuerda que Nicoló no es como los demás. No habla por hablar. Y no ofrece palabras de consuelo. —Espero que hayas descansado lo suficiente —continúa, sin más vueltas—. Es momento de ir a la villa y conocer a mi familia. La noticia cae como un balde de agua helada. Mi cuerpo se tensa de inmediato. Mis dedos rozan el borde del vestido. ¿Conocer a su familia? ¿Ahora? Mi garganta se cierra un poco y el corazón me golpea contra el pecho. No estoy lista. Pero no se trata de estarlo. Se trataba de cumplir. Él había respondido por mí. Pagado mis deudas. Me había salvado, de una forma que no entendía del todo. Y ahora el juego comenzaba. —Entendido —murmuró al fin, con la voz firme, aunque por dentro tiemblo. Nicoló me mira por un segundo más de manera larga e intensa. Como si buscara algo detrás de mis ojos, entre las grietas de mi alma y eso es algo atemorizante, nunca antes me había sentido tan observada. —No tienes que fingir que no tienes miedo —dice de pronto y avanza hasta la ventana viendo por ella antes de clavar sus ojos en mí—. Solo asegúrate de que no lo huelan. Con eso, se da la vuelta y sale de la habitación. Me quedo sola de nuevo. Me miro una vez más en el espejo. La mujer que veo tiene el cuello alzado, la mirada firme, los labios cerrados con determinación. Muy lejos de la Raven que era.
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