CAPÍTULO 4.

2563 Words
Tomo el bolso de mano que han dejado las mujeres que me han disfrazado; en el mismo metieron un par de cosas para retocarme el maquillaje. Como si eso fuera relevante en este momento. Salgo de la habitación dando pasos lentos, pero seguros, y Nicoló también sale. Mientras bajamos en el elevador, noto que muchas personas lo miran. Los hombres asienten con gestos solemnes y las mujeres le sonríen con coquetería. Una vez en el vestíbulo del hotel, un auto nos espera y junto a este un chofer. Nicoló posa su mano en mi espalda y me tensó de inmediato, pero no parece notarlo o prefiere ignorarlo. Subo a la parte trasera del vehículo y él hace lo mismo antes de ponernos en marcha. El motor cobra vida y una inesperada ansiedad me golpea en el estómago y cierro los ojos luchando con las imágenes de la noche del accidente. El trayecto es silencioso y tenso. Mi cabeza va a mil por horas y el peso de mi decisión empieza a cobrarme factura porque esto puede ser un desastre. Una verja doble se abre y entramos a una vasta propiedad por un sendero largo hasta que el motor del auto se apaga con un susurro mecánico cuando el conductor estaciona frente a la villa. Una mansión italiana enclavada entre viñedos dorados, con paredes color arena y columnas que parecen resistirse al paso del tiempo. El aire huele a lavanda y tierra húmeda, como si la naturaleza hubiese querido endulzarme la llegada a este lugar. Nicoló se baja primero y rodea el auto para abrir mi puerta. Su gesto es cortés, casi ceremonioso, como si estuviéramos a punto de asistir a un evento real. Su mano, grande y tibia, me ayuda a salir mientras sus labios se curvan apenas en una sonrisa que parece saber más de lo que dice. —¿Lista para conocer a mi familia, Raven? —pregunta con esa voz grave que a veces parece un murmullo. Asiento porque no tengo palabras. «¿Cómo explicarle que mi estómago es un nudo ardiente, que mis piernas tiemblan y que una parte de mí quiere salir corriendo?» —También voy a mostrarte el lugar que es donde vamos a vivir —añade en un tono más suave para aligerar la noticia. “Vamos a vivir”. Siento un vértigo frío. Porque aquellas palabras no son un juego. Nicoló habla en presente, con esa certeza inamovible que empiezo a ver que lo define. Su mundo es de decisiones irrevocables, y yo ya estoy dentro. Nicoló me ofrece su brazo y tomo aire antes de entrelazarlo. Atravesamos el vestíbulo de la entrada y un mayordomo nos recibe. Sus ojos me ven con sorpresa. —Buenas tardes, señor Visconti. Lo esperan como lo ha solicitado. —Con eso nos conduce por un pasillo largo hasta el corazón de la villa. Un salón luminoso, de techos altísimos, donde la familia Visconti ya estaba reunida. Veo rostros volverse hacia nosotros. Uno con curiosidad, otra con sorpresa, uno o dos con una cautela que es casi una expresión de desprecio. Son tres mujeres de rostros esculpidos por la elegancia. Las risas se han apagado, dejando solo el murmullo del vino, siendo dejado sobre la mesa ratona del salón. Y sus ojos están sobre nosotros. Sobre mí. —Hola, familia. Quiero que conozcan a mi esposa. —Nicoló anuncia con una naturalidad escalofriante. Su voz llena el salón como un disparo. El silencio que sigue es tan denso que puedo escuchar los latidos de mi propio corazón martillando contra mis costillas. Esposa. Lo ha dicho sin rodeos, sin preparativos y sin pedir permiso, simplemente me arroja a esa realidad como quien lanza un anzuelo a un lago turbio. Por supuesto, la conmoción es inmediata. Una mujer mayor, de cabello oscuro y rostro severo, parpadea como si necesitara procesar la información antes de reaccionar. —¿Esposa? —pregunta, con una voz helada. —Hace un par de semanas nos habías dicho que estabas saliendo con alguien y nos las ibas a presentar. Ahora sales con que te casaste. —Sí, madre. Nos casamos, ¿hay algún problema? —responde Nicoló, y me atrae un poco más a su lado, como si me anclara a él. Como si, en medio de esta tormenta silenciosa, yo fuera su estandarte. —¡Claro que lo hay! ¿Qué demonios te pasa? Un hijo mío no va a llegar así de la nada con que se casó. ¿Sabes lo que van a decir? —Lo que digan los demás me tiene sin cuidado. Ahora, porque no saludas a tu nuera. El tono de Nicoló esconde un poco de sarcasmo y creo en lo profundo que está divirtiéndose al poner a su madre en esta disyuntiva. Mientras tanto, no sé si sonreír, si inclinarme o hablar. Pero si sé algo y es que debo sostenerme. Así que me armo de un valor que no siento, me trago el nudo que tengo en la garganta y embozo una sonrisa educada. Una sonrisa que oculta el pánico, la incredulidad, y también ese peso viscoso en el pecho que me dice que nada volverá a ser como antes. —Es un placer conocerlos —digo, intentando sonar firme. Doy un paso al frente y le tomo le tiendo la mano a la mujer mayor que la toma con algo de desconcierto. —Dahlia Visconti. —Responde la mujer mayor y entonces lo veo entrar al salón. Franco. Mi cuerpo se congela. El aire se vuelve irrespirable y mis rodillas apenas se sostienen. No puede ser. No… no él. Pero lo es. Lo reconozco en segundos. Esa mandíbula tensa, ese cabello oscuro que se desordenaba con estilo. Esa maldita sonrisa ladeada que me conoce. El mismo hombre que me había engañado y visto la cara de idiota. El mismo hombre que me había echado de ese departamento como si no valiera nada. «Como si fuera una basura». Y ahora está ahí, con una copa en la mano y la mirada más afilada que jamás recordé. No de deseo, ni de culpa. Si no de reconocimiento e incredulidad. Su mirada me taladra como un bisturí sin anestesia. —Raven —Nicoló llama mi atención, ajeno a mi colapso interno—. Quiero que conozcas a mi hermano. Franco Visconti. Casi me atraganto con mi propia respiración. Franco deja la copa a un lado y se acerca despacio. Como si caminara sobre un campo minado. O como si supiera exactamente el efecto que causa en mí. O causaba, ya no lo sé. No después de su traición. —Mucho gusto —habla con un tono sedoso, pero sus ojos están fríos y calculadores. Mi boca está seca. Las palabras me cuestan, pero lo logro, logro fingir una compostura que no siento. —El gusto es mío —miento intentando no parecer una idiota. Nuestros ojos se cruzan apenas un segundo. Pero dentro de ese segundo puedo ver una guerra, un reproche. Y el más absoluto de los silencios, y como si eso no bastara, llega la estocada final. —Y ella —continúa Nicoló—, es Valeria Ferraro. La prometida de Franco. Valeria. Alta, estilizada, con unos ojos marrones grandes y una elegancia innata. Me sonríe con amabilidad, extendiendo una mano, pero no puedo moverme. La sangre me zumba en los oídos. ¿Era ella? ¿La mujer que estaba en el departamento? ¿La que escuché llamarle desde la otra habitación mientras él me decía que solo había sido un juego? —Encantada —musito, estrechando su mano. A pesar de la situación, recuerdo que tengo un papel que representar, así que sonrío y me mantengo erguida. Me presentan a Portia Visconti, la hermana menor de estos. —La verdad es una sorpresa —dice con una sonrisa genuina. Sus ojos negros se clavan en su hermano y luego regresa hacia mí. —Espero que nos podamos llevar bien. —Espero lo mismo —respondo algo azorada por el momento. Una vez hechas las presentaciones. Tomamos asiento y me armo una historia algo creíble de cómo nos conocimos. Sé que tendré que recordar todo. Nicoló solo asiente y me deja armar la historia, simple. —Nos conocimos por un amigo en común y simplemente la chispa surgió. —«Sí, como no» Me siento tonta al decirlo, pero no tengo mucho de que agarrar porque Nicoló no discutió ese detalle conmigo. Así que hablo y me comporto como la esposa amable. La desconocida convertida en Visconti. La pieza de ajedrez que nadie vio venir. Pero por dentro me estoy cayendo a pedazos. Evito mirar a Franco, pero siento la suya sobre mí. Y cada vez que me llama “cuñada”, quiero ponerme de pie y darle unos buenos bofetones. Nicoló, mientras tanto, está irreconocible. Es el perfecto marido. Me ofrece vino, me habla al oído haciendo que la piel se me vuelva gallina. Y yo. Yo quiero gritarle que su hermano que me había usado. Que me había dejado tirada como si valiera nada. Y que lo detestaba tanto que me dolía. Pero me callo porque ahora soy la esposa de Nicoló Visconti. Y eso, lo quisiera o no, era irreversible por ahora. Después de algunos minutos fingiendo interés en las conversaciones de Dahlia pensando en hacer una recepción con los amigos de la familia que me suenan vacías, decido que necesito un momento sola. Un respiro. Una excusa para no explotar delante de todos. —¿Dónde está el baño? —preguntó en un susurro a Nicoló, con una sonrisa contenida. Me indica un pasillo cercano y asiento con gratitud antes de excusarme con el resto, que asiente sin hacer preguntas. Camino por el corredor de paredes en tonos marfil y oro, hasta dar con la puerta señalada. Entro, cerrándola detrás de mí con un leve suspiro de alivio. Me apoyo contra el lavabo y dejo que la máscara se resquebraje un poco. El reflejo en el espejo me devuelve una versión de mí que no reconozco del todo: vestida con prendas caras, con un peinado perfecto y maquillaje impecable, pero con el alma deshecha. Abro la cartera y saco el polvo compacto. Me acerco al espejo, pero no llego a retocar nada. Me quedo mirándome. «¿Qué demonios estoy haciendo aquí?» Entonces la puerta se abre bruscamente y me sobresalto. Franco entra sin pedir permiso. Sin golpear, como si tuviera derecho a invadir mi privacidad. —¿Qué mierda pretendes, Raven? —su voz es baja, áspera, cargada de un desprecio tan agudo que me atraviesa como una hoja de bisturí. Me giro de inmediato. Mi corazón se dispara y el miedo se mezcla con la ira. Lo miro, con la mandíbula tensa y el alma temblando. Está apoyado en el marco de la puerta, con esa expresión desdeñosa que nunca antes vi. ¡Dios! Estaba tan ciega. —¿Disculpa? —mi voz sale seca, como una piedra. —No me hagas repetirlo. —Franco cierra la puerta tras de sí, y el clic de la cerradura resuena como un encierro simbólico—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Con Nicoló? ¿Qué juego enfermo estás jugando? «Es irónico que él me acuse de juego enfermizo». Doy un paso hacia él, con los puños cerrados y una furia que me calienta la piel. —No es tu problema. Lo que yo haga, con quien lo haga, dejó de ser asunto tuyo el día en que me mentiste en mi cara y me echaste como si fuera basura. Ahora vas a casarte, ¿no? Franco se acerca. Su presencia es invasiva y peligrosa, pero no retrocedo. No está vez. —Ah, ¿sí? —pregunta con cinismo—. Entonces explícame por qué te casaste con mi hermano, como si de pronto te hubieras enamorado de la familia Visconti. Porque lo que veo es a una oportunista haciéndose pasar por esposa. —continúa y se cierne sobre mi rostro. —Espero que no se te ocurra decirle algo a Valeria sobre nosotros o si vas a conocer lo que soy capaz. ¿Soy claro? Lo empujo con ambas manos, aunque apenas se mueve. Pero lo hago igual. Me cabrea el hecho de que me acusé cuando ni siquiera me dijo que era un Visconti. Hasta en su apellido y a lo que se dedicaba era mentira. ¿Ahora me reclama y me amenaza? ¡Cínico! —Tú no sabes nada. ¡Nada, Franco! Y si quieres descubrir “qué estoy tramando”, buena suerte. Pero hazlo lejos de mí. No me hables, no me mires y mucho menos te acerques. Y en cuanto al otro asunto, no te preocupes, me da vergüenza admitir que salí con una basura como tú. Sus ojos se estrechan y sus labios se curvan con amargura. —Más te vale. Y voy a descubrir que trato tienes con mi hermano, Raven. Te juro que voy a averiguar qué mierda estás haciendo aquí. Porque no confío en ti. Y porque tú... tú no apareces en la vida de mi hermano de la nada. Esto huele mal. —Pues tápate la nariz. —Espeto con sarcasmo, abriéndome paso hasta la puerta—. Porque voy a quedarme. Y voy a jugar este juego mejor de lo que crees. Y tú, Franco Visconti, vas a tener que lidiar con eso. Salgo, sin darle oportunidad de replicar. Camino por el pasillo como si mis piernas no fueran gelatinas. Como si no me tiemblan las manos y no hubiese un incendio rugiendo en mi interior. Me detengo antes de entrar de nuevo al salón, obligándome a respirar. Uno. Dos. Tres. Vuelvo a ponerme la máscara de la esposa perfecta. La mujer elegante que se espera de mí. La Visconti improvisada. Y regresó al infierno con una sonrisa educada, pintada con rabia y dignidad. Tomo asiento junto a Nicoló y me mantengo en silencio, solo escuchando. Franco aparece unos minutos después con una nueva botella de vino que abre, pero declino cuando intenta servirme un poco. «Idiota». —¿Estás bien? —susurra Nicoló, notando mi silencio. —Sí —miento e intento sonreír—. Es solo que esto es nuevo para mí. —Lo estás haciendo perfecto. ¿Perfecto? ¡Qué ironía! Perfecta la mentira que me está tragando. Perfecta la herida abierta que nadie ve, y el teatro donde yo soy la actriz principal de una tragedia íntima. Cuando ya no aguanto más, me pongo de pie y salgo un momento hacia una terraza con vista a toda la propiedad. Respiro profundo e intento que la presencia de Franco me siga afectando. Aprieto los ojos y alejo las lágrimas cuando quieren salir. Lágrimas de rabia e importancia. Escucho pasos a acercarse unos minutos después. —¿Qué te parece mi familia? —Son imponentes y no les agrado ni un poco. —respondo con simpleza. Sin poder decirle la verdad. Sin poder decirle que su hermano es un desgraciado y el hombre que me rompió el corazón. Nicoló suelta una risa baja y asiente. —Se van a acostumbrar. No tienen opción. Siento que estoy atrapada en una mentira más grande de lo que pensé. Nicoló espera que yo cumpla nuestro acuerdo y Franco Visconti, el hombre que me dejó vacía… acaba de volverse mi cuñado.
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