CAPÍTULO DIECISÉIS Corremos entre la maleza, sin que a ninguna de las dos le importe los arañazos de las ramas y los arbustos. ¿Estará muerto el puma, o ya está subiendo de nuevo por el borde, con su nariz moviéndose para perseguir el olor de nuestro sudor? —No puedo… —jadea Jenny mientras se desploma en el suelo —correr más. Se agarra el costado como si tuviera una herida. Mis piernas tiemblan tanto que yo también me tiro al suelo junto a ella. Cuando vuelvo a oír por encima del rugido de la sangre que corre por mis oídos, me doy cuenta de que reina el silencio, excepto por los jadeos de Jenny. Lo que no escucho, y me alegro, son los gritos de un gato enfadado, o el destrozo de los arbustos al hacerse camino por el bosque en busca de nuestro rastro. —Ya no más. No puedo aguantar más.