Anisa gimió cuando la conciencia comenzó a regresar poco a poco, sentía la cabeza pesada, como si una tormenta hubiera hecho nido en su cráneo. La mujer parpadeó, y fue recibida por una oscuridad casi total. El aire estaba frío y viciado, con un leve olor metálico a óxido y humedad, ella estaba sentada en una silla, y no tardó en darse cuenta de que tenía las muñecas y los tobillos fuertemente atados. Movió las muñecas, intentando liberarse de las cuerdas, pero estas solo se le clavaron con más fuerza en la piel y los nudos no cedían. El sonido de pasos rompió el silencio, firmes y deliberados sobre el suelo de concreto, luego, la voz de la mujer a la que más odiaba en el mundo resonó en el espacio. —No te molestes, querida, solo estás perdiendo el tiempo. Anisa se quedó paralizada, c