La camioneta avanza por el sendero arbolado que lleva a la mansión y el silencio en el interior se vuelve denso, casi asfixiante. Estoy sentada en la parte trasera, junto a mi madre y Vivian, y no dejo de frotarme las manos sudorosas contra la falda de mi vestido. Afuera, la tarde ha comenzado a calentar un poco, pero el cielo aún guarda un tono pálido entre las nubes. El olor del cuero del asiento me resulta nauseabundo, o tal vez es solo mi estómago que no termina de asentarse. Desde que salimos del hospital, nadie ha dicho mucho. Mi madre solo ha colocado su mano sobre la mía de vez en cuando, como si eso bastara para sostenerme. Ella no me lo ha dicho con palabras, pero puedo ver en su mirada el desconcierto y la incertidumbre envuelta en una calma fingida. Ella y yo sabemos que Gedeó