Me duele la cabeza por todo lo que he llorado. Siento la piel del rostro tirante y los ojos pesados, como si hubiera envejecido años en unas pocas horas. Me limpio la nariz con un pañuelo que Vivian me alcanza sin decir nada, y luego la miro. Su expresión es suave. No hay juicio en sus ojos, ni siquiera lástima. Es ese tipo de ternura firme que pocas personas saben ofrecer, esa mirada que te dice: “estoy aquí, no estás sola”. Me estremezco. Ella ha pasado por muchas cosas y, sin embargo, aquí está, sujetando el vaso con agua, sentada al borde del sillón junto a la cama, como si este momento fuera importante para ella también. Respiro hondo antes de hablar. —Gedeón no puede enterarse sobre Azrael —digo con voz ronca—. Si lo hace, todo se va a volver aún peor… habrá más problemas. Vivian