POV. AZRAEL. Me siento frente a Gedeón, el escritorio de madera maciza separándonos como un muro que ni las palabras logran derribar del todo. La luz que entra por los ventanales es tenue, filtrada por las cortinas gruesas, como si el día allá afuera no tuviera permiso para tocar lo que se cuece aquí dentro. El reloj en la pared marca las once y media de la mañana, pero el tiempo parece detenido, arrastrándose en este silencio cargado de pólvora. Gedeón no dice nada al principio. Está inclinado hacia adelante, con los codos sobre el escritorio, las manos entrelazadas y los nudillos blancos por la tensión. Sus ojos —esos malditos ojos fríos como el acero— me taladran, esperando que sea yo quien rompa la calma. No lo hago. Me mantengo en silencio unos segundos más, saboreando la graveda