Los humanos eran extraños, vulnerables, emocionales y en el fondo. Malignos.
Lía nunca se sintió atraída por ellos y jamás entendió por qué otros espíritus los cuidaban, protegían e incluso, tenían hijos con ellos. Dicho concepto escapaba de su imaginación.
Sin embargo, ocurría.
Un espíritu agua se enamoró de un ser humano y de esa unión nacieron las sirenas, otros dieron origen a los gigantes y había rumores de terceras generaciones, hijos de seres humanos y criaturas formadas por uniones corruptas, como la unión de una mujer humana y un enano, que dio como resultado una especie muy similar a la humana, pero con capacidades para la magia.
Era así como el mundo se poblaba y la pureza de los espíritus se perdía.
Lía jamás lo entendería.
– Los humanos, ¿qué tienen de especial?, son inútiles – dijo para sí misma – el viento sopla y mueren, se matan entre ellos y no terminan de entender que necesitan los árboles para respirar. Son idiotas.
Por muchos siglos, Lía supo que nunca encontraría algo en los humanos que le agradara.
Una tarde, mientras descansaba en la rama de un árbol, preguntándose a qué espíritu guardián debería ir a rogar por protección, vio a un niño agachado, que cubría con hojas el camino de unas hormigas. Lía lo miró por un tiempo y resopló, porque todos los humanos, sin excepción, eran aburridos.
El viento se agitó y la temperatura bajó. Eran indicios de una tormenta. La familia también se dio cuenta, llamó a sus hijos y todos entraron, excepto el pequeño que cuidaba a las hormigas, él subió la mirada, pero se quedó en ese lugar.
– Oye – dijo Lía – te están llamando.
El niño no se movió.
No muy lejos de la granja había un valle con un espíritu guardián que manejaba pocas reglas, no obligaba a sus espíritus a quedarse dentro del valle, tampoco pasaba asistencia ni era exigente. Parecía un espíritu cansado y era ideal para Lía, que tampoco gustaba de ser tratada como prisionera.
Volvió a la granja un par de veces. No había una razón en particular, simplemente le gustaban los árboles de manzana, tenían ramas fuertes, ideales para recostarse.
Un día, mientras sus hermanos jugaban, Mateo miró hacia el árbol y Lía supuso que estaba mirando las manzanas, pero lo que él miraba eran los dedos de Lía, por las tardes y sin que ella fuera consciente de sus actos, movía el dedo índice de la mano derecha y levantaba las hojas.
Se detuvo y se fue.
Cada dos o tres días volvía a la granja y miraba a Mateo. Desde los cinco años hasta los veinticuatro, Lía permaneció a su lado, apareció en los momentos en que él lo necesitaba, dejó rastros de su poder para alejarlo del peligro, lo protegió en la tormenta, dibujó historias para que él las mirara y repentinamente, él se casó.
Durante la boda cayó una ventisca. Muchos invitados se fueron antes para protegerse de la fuerza del viento, pero la boda se llevó a cabo y el resultado no cambió.
Lía dio un paso atrás y observó desde una distancia más grande.
Mateo se hizo cargo de la granja de sus suegros, trabajaba desde que salía el sol hasta que oscurecía, tuvo dos hijos y puso especial cuidado en el huerto techado. Ese era su lugar favorito y obviamente, se convirtió en el refugio de Lía.
¿Por qué ella?
Entre más la miraba, menos podía entender, Clara era como cualquier otra mujer, sin mayores virtudes o defectos, solo otra persona más en un mar de seres humanos que caminaban por esa tierra, entonces, ¿por qué elegirla?
Un día un viajero llegó al pueblo y el hijo mayor de Mateo lo llevó a casa, ese hombre conocía un lenguaje que se hablaba con las manos y gracias a su presencia, Mateo aprendió a comunicarse. Sonreía, pasaba tiempo con su familia y se veía feliz.
Pero, parte de esa felicidad le pertenecía a Lía, aunque nadie lo supiera. Porque una o dos veces al año, el hermano menor de Mateo miraba la granja con odio y siempre que intentaba acercarse, su caballo relinchaba, la rueda de su carreta se rompía o el viento le golpeaba el rostro con gran fuerza.
Lía se aseguró de que ese hombre jamás pusiera un pie en la granja, ella actuó como espíritu guardián y esperó en silencio.
Una noche, Lía se quedó dormida en el huerto y al abrir los ojos vio a Mateo agachado a poca distancia, mirándola muy fijamente y moviendo las manos.
– Te amo.
Lía se levantó, lágrimas bajaron por sus mejillas y al querer decir una palabra, Mateo sonrió, se puso de pie y fue a buscar a Clara para decirle las palabras que había ensayado toda la mañana.
Las lágrimas de Lía se volvieron pesadas y muy blancas, casi sólidas.
A la semana, creció en el huerto una pequeña planta de tallo blanco que nadie sembró y que Mateo observó por un largo tiempo. Después de pensarlo, desenterró la planta y la llevó a un lugar especial dentro del huerto para que creciera.
Pronto, la planta alcanzó el tamaño de un brazo y extendió sus hojas blancas. Justo en el centro se veía que pronto nacería una flor. Lía miró a Mateo, la forma en que tocaba las hojas de la planta que había nacido de su dolor y la delgada sonrisa en su rostro.
– ¿Qué soy para ti? – le preguntó.
Y Mateo respondió – hermosa – sin saber que Lía había hecho una pregunta, él usó una palabra para describir a la planta.
A la mañana siguiente nacieron otras cuatro plantas.
Clara miró esa parte del huerto con mucho escepticismo, nunca vio una planta blanca, que no daba frutos y que tenía una flor de gran tamaño que sólo florecía por un día, antes de marchitarse – es extraña y no me gusta – le dijo a Mateo – pienso que deberíamos deshacernos de ella – lo dijo en voz alta y después repitió sus palabras con señas.
Mateo negó con la cabeza. Entendía las preocupaciones de su esposa, pero la planta se quedaba.
Para cuando Mateo cumplió cuarenta años, la planta central era un árbol y las otras se habían convertido en arbustos. Lo interesante de esa planta era que las flores marchitas servían como abono y mejoraban la cosecha, no importaba que estuvieran en sequía, sus árboles siempre daban frutos.
Gracias a eso la granja mejoró su reputación.
Para cuando Mateo cumplió sesenta, todos sus hijos estaban casados y él ya no tenía el físico para ocuparse de toda la granja. Contrató empleados y se quedó con el huerto, solo él podía entrar y regar la planta de color blanco que crecía en ese espacio.
Ocho años después, Clara murió.
Por tres días el viento dejó de jugar entre las hojas de los árboles, tampoco llovió y las flores del huerto no florecieron. Lía permaneció en silencio y miró desde la ventana a Mateo, ambos estaban en duelo.
Lía no guardaba sentimientos amistosos por Clara, la humana llegó un día como una rama empujada por el viento y le arrebató lo que por tantos años pensó que era suyo, pero tampoco deseaba despedirse y al hacerlo, Lía recordó que los humanos morían y que un día, Mateo pasaría por el mismo proceso.
Odió la idea de perderlo.
El hijo mayor de Mateo se hizo cargo de la granja, su esposa cocinaba y los nietos de Mateo compraron caballos y los entrenaron para competencias. Cada persona seguía su rumbo, solo Mateo despertaba cada mañana para ir a ver el árbol en su huerto y revisar las hojas.
Conforme el tiempo pasó, muchos decían que había un espíritu creciendo en el huerto de Mateo, porque no era normal que un hombre viviera hasta los ochenta años y porque las cosechas siempre eran abundantes.
A Mateo no le importaban los rumores, pero sí sintió que algo era diferente, porque, entre más años pasaban, menos personas quedaban a su alrededor y pronto, nadie recordaba su sordera. Todos lo conocían como el anciano del huerto.
Sus hijos murieron antes que él y sus nietos dejaron de cuidarlo.
A sus noventa años, quiso ir a la tumba de su esposa, llevó un arreglo de flores blancas que había cortado con mucho cuidado y se agachó.
– Te lastimarás las rodillas – dijo Lía con los brazos cruzados y suspiró – qué cabeza hueca, está bien, te ayudaré – empujó el viento para que Mateo pudiera acomodarse y disminuir el impacto sobre sus huesos.
Mateo miró hacia atrás a la derecha, Lía estaba a su izquierda, así que rápidamente se movió al lado derecho y sonrió – ¿cómo supiste que estaba aquí?
– Gracias – le dijo Mateo.
– No lo menciones – respondió Lía.
Volvieron juntos a casa y mientras caminaba, Mateo habló con un tono pausado y la voz sin modular – quiero irme en primavera, si muero en invierno mis nietos tendrán dificultades para cavar.
Lía lo escuchó y sintió que su pecho dolía.
– En primavera será – respondió. Una vida juntos, y la despedida iba a ser tan simple como esperar por la llegada de una estación.
*****
El nieto mayor de Mateo se llamaba Luis, llevaba ese nombre en honor del único hermano en la familia de Mateo que asistió a su boda y jamás lo culpó por la muerte de su madre. Cierta tarde, a comienzos de la primavera, caminaba por el mercado y de pronto, se golpeó contra una gruesa y dura pared, que no podía ver.
Era tan extraño, extendió la mano y tocó la superficie lisa, pero, no había pared, el camino estaba despejado, ese objeto extraño no podía existir. A menos que fuera magia.
– No te vayas – le pidió una mujer y corrió a verlo – me llamo Casandra, soy maga afiliada a la torre, esto – le mostró las flores blancas – ¿de dónde sacaste esto?
En sus últimas semanas Mateo ya no tuvo la fuerza para levantarse de la silla y le pidió a su nieto que llevara las flores a las tumbas de su esposa y de sus hijos.
Luis frunció el ceño – eso le pertenece a mi abuela, ¿por qué lo tomó?
– Lo siento. Déjame explicarte, voy a la torre de magia, estaba de camino y esto – volvió a mostrarle las plantas – es magia espiritual. No humana, no sé cómo explicarlo. Dime, ¿de dónde lo sacaste?, lo compraré.
Los ojos de Luis se iluminaron, pero casi enseguida recordó la imagen de su abuelo, en esos días prácticamente vivía en el huerto y pasaba cada segundo del día al pendiente de sus flores. Si él las vendía le rompería el corazón.
Negó con la cabeza – no están a la venta.
– No quiero la planta, solo estas flores – señaló Casandra y buscó entre sus pertenencias una pieza de oro que cubriera el costo.
Luis dudó – solo…, solo las flores, ¿cierto?
Mateo se levantó de su silla con ayuda de Lía y se recostó junto a las raíces del gran árbol que crecía en su huerto, ahí, giró la cabeza hacia un costado y sonrió.
Lía le dio un beso en la mejilla – ya es primavera.
Mateo murió, se quedó dormido y se fue muy pacíficamente, pero al segundo siguiente los labios de Lía ennegrecieron, su cabello se volvió lacio y sobre su piel se trazaron líneas negras desde su corazón hasta sus brazos.
Había cometido un acto corrupto.