El valle se extendía entre montañas erosionadas y un desierto de tierra rojiza donde el viento levantaba un polvo fino que se pegaba a la piel y al sudor. Bajo el sol del mediodía, las carpas del campamento arqueológico parecían figuras de papel a punto de deshacerse. El aire olía a combustible, a piedra húmeda y a cansancio. El arqueólogo Franklin Varela observaba la excavación desde una elevación improvisada con tablones. Tenía las mangas arremangadas y las manos manchadas de tierra. Había aprendido, con los años, que dirigir una excavación era más parecido a domar un ejército que a liderar un equipo de investigación. Otros arqueólogos estaban acompañados de estudiantes dedicados, colegas apasionados o historiadores expertos. Él tenía hombres cansados y frustrados que solo sabían usar

