3.2

898 Words
Y aún estoy debatiendo entre decirle a mamá sobre lo de hoy. Si bien lo primero no va a sonar realista, quizá lo segundo sí. Que dos chicos, y que uno de ellos sea alumno de tu escuela, hayan aparecido en tu casa como si nada, entrando casi a la fuerza para “poner la basura en su lugar”, es muy preocupante. Sí lo hacen estando alguien presente, ¿qué no harán cuando no haya nadie? Salgo de la tina chorreando pero sintiéndome, sin duda, más limpia. Y algo bueno de esto, es que el agua fría me ayudo a calmar el dolor en mi cuello y espalda, supongo que estaba mucho más tensa de lo que quería aceptar. Al volver a mi habitación, abro la puerta con mucho cuidado, con miedo de ver alguna figura extraña en el interior. Enciendo las lámparas y nada, no hay nada. Cierro con el mismo cuidado y a pasos lentos me encamino al balconcito. Sigue abierto, y hoy no me apetece tener abierto y dejar que se cuele la brisa nocturna, hoy quiero estar segura de que nada va a entrar. Me acuesto en la cama de forma robótica y clavo los ojos en el techo. —¿Fue real? —me cuestiono—. ¿De verdad vi a un chico aquí? Y sin alguna razón concreta, unas lágrimas tontas se me salen. Me tapo la cara por el solo hecho se sentirme como esa niña pequeña otra vez. Y acto seguido, me cubro los oídos y espero con la típica comezón en la punta de lar orejas a escuchar los ruidos fuertes y los gritos. ¿Y si ya me volví loca? ¿Y sí ese rostro triste es solo una proyección mía para todos mis miedos? Al final, hay muchas cosas dentro de mí que no son del todo lindas. Hay un lío que ni yo misma sé cómo poner en orden. Tengo miedos que me gusta negar, tengo sueños terribles y deseos que ojala nunca se hagan realidad. Quiero gritar, sollozar y golpear. Pero en su lugar, estoy estática. Me gusta creer que soy como un estanque, calmado por fuera, cristalino a los ojo de los demás, pero por dentro, estoy llena de suciedad, de algas peligrosas que podrían enredarse en alguien y ahogarlo. Estoy mal, así que podría ser que solo este loca. Podría ser que ya haya perdido mi cordura. —Joelle…—Me llega el susurro cálido. Me incorporo en la cama y poco a poco dejo de cubrir mis oídos. —Mamá, estoy bien —le digo porque seguro que la he despertado. —Princesa, Joelle…—me responde. Y un aire helado me recorre la espalda. Esa no es la voz de mi madre, y no viene del pasillo, viene desde el balcón. > Una persona normal saldría corriendo de ahí, gritaría aterrada y se alejaría a grandes zancada, pero aquí me tienes, caminando hacía el balcón como si un imán me atrajera. Tengo miedo sí, pero más que miedo, curiosidad. Puede ser una invención mía, si lo es, tendré que volver a terapia, pero si tan solo, tan solo resulta ser real, ¿qué haré entonces? Estando ya frente a la cortina, extiendo una mano y la deslizo para ver lo que hay afuera que me llama. Y ahí está otra vez. Con el mismo rostro, el torso descubierto y herido. Ambos nos miramos, examinando lo que tenemos en frente. Y yo no puedo escapar de sus cadenas, las que le cuelgan de unos grilletes en las manos y del cuello, donde un gran aro metálico lo aprisiona. —¿Qué te hicieron? —susurro y pego una mano al cristal. Sus ojos purpuras se ven más tristes que nunca. —Me quitaron todo —responde. Y yo dirijo mi mirada a su espalda, donde los restos de lo que ahora estoy segura eran alas, le cuelgan. —Lo siento —inclino mi rostro afligida. Quizá estoy soñando, quizá esto es solo una obra cruel de mi imaginación retorcida, pero duele. Duele de solo verle así. Y como una especie de contacto, él levanta una mano y la coloca sobre el cristal, encajando con la mía. Nuestras miradas se encuentran y por un breve instante siento una extraña chispa recorrerme desde la palma hasta punta de los dedos de mis pies. —¿Qué es lo que eres? —pregunto ansiosa por escuchar lo que una parte de mi sospecha y espera. —Soy lo que ves —mis pensamientos se interrumpen en cuanto el cristal de la puerta corrediza se mueve. Abrirá y entrará. Retrocedo confundida y él me pasa algo por el huequito que ha hecho para que su mano derecha entre. —Por favor, Joelle —suplica y me extiende una pluma blanca y ligera—. Ayúdame. Tomo la pluma y al hacerlo, él cierra de nuevo. Retrocede sin dejar de mirarme y entonces, desaparece como bruma. Parpadeo un par de veces, inhalo y exhalo hasta que logro volver a moverme y vuelvo a la cama, me siento en el borde y bajo la mirada para ver la pluma. Es larga, como de veinte centímetros, blanca y con los bordes plateados. Está cálida y desprende un aroma a rosas… —No es un algo o un alguien…—trago saliva—. Es un ángel.
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