El silencio del palacio era engañoso. Parecía quieto, pero en el pecho de Altea todo latía con violencia. La corte había sido despiadada aquella tarde: preguntas veladas, miradas inquisitivas, la presión directa de algunos consejeros que exigían pruebas del supuesto amor. Un heredero, habían susurrado, como si su cuerpo fuera simplemente un campo fértil donde sembrar la paz. Altea sintió náuseas recordando esos rostros ansiosos, como buitres al acecho. Caminó hasta la ventana de sus aposentos, intentando ahogar la sensación de estar atrapada. El aire frío de la noche le acarició la piel, pero no logró disipar la tensión que le apretaba la garganta. El crujido leve de la puerta la sacó de sus pensamientos. No necesitó girarse; ya sabía quién había entrado. Ese silencio denso, ese modo en

