La mañana en el palacio de Ceviel se alzaba con un aire solemne. Los ventanales altos dejaban entrar la luz fría del amanecer, bañando la sala del desayuno en tonos dorados y azulados. El aroma del pan recién horneado y del café especiado llenaba el ambiente, pero el silencio en torno a la mesa era denso, casi impenetrable.
Altea se sentó junto a Leander, enfrentando al emperador Felipe y a la emperatriz. El protocolo dictaba sonrisas y palabras corteses, pero la tensión colgaba entre ellos como una sombra inevitable.
Felipe, con la espalda recta y las manos firmes sobre la mesa, observaba a los recién casados con una calma que escondía filo. Altea se esforzó en mantener el mentón erguido, consciente de cada mirada que le dirigía el hombre que no solo era su suegro, sino también un emper
