Curtis Wood
«Maldito contrato».
Conozco cada palabra de este documento, pero aún así me cuesta encontrar lo que busco. No me resigno a creer que no existe una salida.
Lo miro de nuevo, repaso las cláusulas, las letras pequeñas, pero no hay nada. La promesa entre nuestras familias, firmada por mi padre y Angelo Di Castro, asegura que mis decisiones están predestinadas por un maldito acuerdo firmado hace años.
Lo que más me molesta no es el acuerdo en sí, sino lo que redacta, a lo que me obliga.
Si alguna de las dos familias falla en su parte del trato, la otra se queda con todo lo que incluye la fusión.
Es simple, directo, las consecuencias en algún momento se consideraron enormes. Ahora poco me importa la empresa que puedo perder, pero no es algo que quiera hacer, la verdad. Soy demasiado... competitivo.
Y, la verdad, no tengo intención de quedarme atado a algo que nunca elegí. No voy a darle el gusto a gente que solo quiere aprovecharse de la situación.
Reviso el contrato otra vez, con más atención. Busco cualquier forma de salida, cualquier detalle que me permita deshacer este matrimonio sin darle ventaja a los Di Castro.
Pero nada. Está todo demasiado bien atado.
Voy hasta el final del documento y vuelvo a revisar el nombre del abogado que salta a la vista.
—Giorgio Mancini.
Me suena, pero no logro recordarlo del todo. Y eso es raro, porque desde que tengo uso de razón mi padre me metió en sus negocios y me moldeó a su conciencia.
Como sea, no importa ahora si lo conozco o no, con él puedo verificar si es posible hacer algo a mi favor.
Decido buscarlo. Si quiero salir de este acuerdo, necesito hablar con él, ver qué opciones tengo.
Llamo directamente a mi equipo de investigación para que me den una ubicación, un lugar donde pueda encontrarlo sin muchas complicaciones.
—Es para hoy —ordeno, con firmeza.
No me gusta estar en esta situación. Y mucho menos, me gusta saber que, sin importar lo que haga, todo está atado a este maldito acuerdo. Pero algo me dice que si busco lo suficiente, encontraré una manera de hacer que este matrimonio concertado sea solo una página en la historia, algo que nunca sucedió.
Mi teléfono suena cerca de veinte minutos después y, al ver el nombre en la pantalla, me siento un poco más aliviado.
Ya no quiero esperar más.
—Tengo la dirección, señor Wood —dice una voz al otro lado, rápida y precisa como siempre—. Giorgio Mancini vive en el centro, en un apartamento cerca de la Plaza de España. Es un lugar bastante discreto.
Lo anoto sin perder tiempo.
—Gracias. Llama a Franco y que me espere abajo. Salgo ahora mismo —respondo, colgando y guardando el teléfono.
Ahora, tengo un propósito claro. Encontrar a Mancini y, si tiene alguna respuesta, obtenerla.
La distancia hasta el apartamento es corta. En menos de treinta minutos el auto se detiene frente a un edificio que parece estar en su propia burbuja, alejado del bullicio de la ciudad.
La puerta principal se abre ante mí, sin mucha ceremonia, y subo por las escaleras al tercer piso, donde la puerta del apartamento de Mancini me espera.
En cuanto suena el timbre, la puerta se abre casi al instante, revelando a un hombre mayor, de rostro arrugado, pero con una energía que no encaja con su edad.
Su mirada es cálida, casi afable, y no hay rastro de sorpresa en su rostro, como si hubiera estado esperando este momento.
—Curtis, ¡qué alegría verte! —dice con una sonrisa genuina, extendiendo la mano.
No lo recuerdo con claridad, pero la forma en que me habla me hace sentir como si todo esto fuera más natural de lo que parece.
Lo miro un momento, intentando recordar algún detalle de mi infancia. La verdad es que, a pesar de la familiaridad de su voz, no me viene nada claro. Tal vez lo vi en una fiesta, en una reunión de negocios con mi padre. Giorgio Mancini no es un nombre que haya permanecido en mis pensamientos. Sin embargo, su presencia me da la sensación de que no es un desconocido del todo.
—Buenas tardes, señor Mancini —respondo, estrechando su mano.
Giorgio sonríe de nuevo, su expresión es amable.
Me invita a pasar y me conduce a una sala amplia, decorada con una mezcla de muebles clásicos y modernos.
—Lo siento por tu pérdida —añade, bajando la mirada en un gesto que deja claro cuánto le importaba mi padre—. Un hombre con mucho respeto en este mundo, y siempre un honor haber trabajado con él.
Me siento incómodo ahora, pero no lo demuestro. No suelo exteriorizar lo que realmente creo de mi padre. Sobre todo porque no pasa de la clasificación de hijo de puta para mí. Sin ofender a la mujer que le dio la vida.
No estoy aquí para hablar de él, ciertamente.
—Gracias —respondo, algo distante—. Pero, vengo directo al grano, Giorgio. Necesito saber si hay alguna manera de romper el contrato que ató a mi familia con los Di Castro.
Giorgio me observa un momento, sus ojos se enfocan en mí con la misma intensidad que recuerdo hacían los de mi padre cuando me evaluaba.
—Ah, el contrato —dice, asintiendo lentamente—. Claro, claro. No es algo fácil de manejar. El acuerdo entre tu padre y Angelo… eso fue sellado para proteger a ambas familias, y se hizo con condiciones estrictas. Romperlo no es algo que puedas hacer sin consecuencias.
Mi respiración se acelera ligeramente. La respuesta no es lo que esperaba, pero al menos me está diciendo lo que ya suponía; no hay salida fácil.
—Entonces, ¿hay alguna forma de hacerlo sin que todo se caiga? —pregunto, yendo aún más directo. No necesito perder el tiempo en estupideces.
Giorgio se recuesta en su silla, parece pensarlo durante un momento. El silencio entre nosotros se alarga, comienza a exasperarme.
Al final, suspira.
—Cuando a tu padre se le ocurrió esta fusión, yo fui el primero en oponerme, pero qué es un abogado con órdenes precisas, más que un empleado sin voz ni voto.
Giorgio se recuesta en su silla, sus ojos se fijan en mí con una ligera sonrisa en los labios, como si estuviera disfrutando de la incertidumbre que nota en mi expresión.
—No eras un empleado más...
Puede que no recuerde mucho, pero tengo esa certeza.
Giorgio sonríe.
—Fui amigo de tu padre por años, pocas veces dejaba pasar sus errores, este fue uno de ellos, el peor, pero por suerte tuvo mi apoyo.
Levanto una ceja, sigue hablando sin darme nada claro.
—Dime algo, ¿qué tanta autonomía económica tienes en la empresa?
—Total —declaro sin dudar. La empresa subsiste por mi capital.
Otra risa de su parte.
—Hay una cláusula en el contrato que podría salvarte, entonces —habla pausadamente.
Lo miro, desconcertado. A no ser que yo haya perdido mi sentido de la comprensión el último período, no sé qué carajos está diciendo o lo que significa.
El contrato que llevo días revisando, desglosando cada palabra, cada letra, no tiene nada que me ayude a salir de esto. De haberlo descubierto no estaría aquí.
Frunzo los labios y sacudo la cabeza.
—Me sé ese contrato de memoria —aseguro—. No hay nada que me ayude. Lo he leído mil veces.
Él suelta una risa suave, como si fuera un chiste privado que solo él entendiera.
—Tu padre fue un crédulo, de no ser por mi desconfianza... —dice, más para sí mismo que para mí, con un tono que, aunque amigable, tiene algo de amargura.
Al parecer, ese contrato fue una jugada demasiado obvia para él.
—Sé que hay una cláusula que te salva, si no la has aprovechado es porque, probablemente, no la tienes. —Su rostro adquiere una expresión de ira poco disimulada—. Angelo debe haberlo manipulado, es lo que hacen los Di Castro, ocultar lo que les conviene.
—Está presionando el matrimonio, no tengo dudas de que esa es la principal razón.
La furia comienza a hervir en mi sangre. Si ese idiota me la está jugando, entonces conocerá el peso total de mi indignación.
Nadie juega contra mí, no en Roma, no en Italia. No en mi puta cara.
—Escucha, Curtis. Yo buscaré el contrato original. El que fue registrado, sé que tengo una copia. Tú, por ahora, no te cases con la chica Di Castro.
—Hiciste la cláusula, dime de qué trata. Luego me la muestras.
Mi orden no le pasa desapercibida. Y me importa un carajo si lo siente como un ataque.
A estas alturas él debería ser capaz de ver la poca paciencia que tengo.
Se recuesta en su silla y me mira con ojos sagaces.
—Eres muy parecido a tu padre...
Eso no es un halago para mí, pero entiendo la impresión que dejo en los demás. Despiadado, directo, cruel... todas esas "habilidades sociales" las adquirí de mi padre.
Si hay algo que me hace dormir por las noches, sin embargo, es la diferencia más marcada entre él y yo. La familia lo es todo para mí, estoy poniendo lo que tengo para recuperarlos, para juntarnos y dejar de ser una familia disfuncional. Él no era así, es el principal culpable de que hoy no tenga a mi hermano conmigo, ni a mis sobrinas. A nadie.
—La cuestión aquí es... Curtis —continúa Giorgio—, que existe una cláusula que protege a la familia que más capital esté aportando. Y fue la demostración de la poca compenetración entre ambas partes en aquel momento. Si me dices que la empresa se mantiene mayormente por tu capital, entonces tienes ventaja, solo que la cláusula es muy específica. Debes contraer matrimonio con alguien fuera del acuerdo.
Mi ceja se dispara hasta casi la línea de mi cabello.
—O sea, que cambio una boda por otra.
Casi me río de la ironía.
Giorgio sacude su cabeza y sonríe.
—El matrimonio con los Di Castro es una transacción comercial, Curtis. Una fusión con beneficios económicos... —se ríe al ver mi cara, es un chiste que la fusión con Angelo me traiga algún beneficio—. A vista lógica, la boda sería algo en papel, un medio para un fin. Los hombres como tú y como yo no buscan el amor, no buscan una familia en el sentido romántico de la palabra. Por eso, la cláusula habla de un matrimonio real... si te casas fuera del acuerdo y con la ventaja económica, puedes quedarte con la empresa, en vez de perder todo el activo.
Matrimonio. Más matrimonio.
Amor. Familia. Algo real.
Quiero una familia, claro que sí. Pero me basta con la que tengo y que pronto recuperaré.
Yo no tengo tiempo de buscar una mujer. Una que me permita deshacerme de este lastre que es el acuerdo.
La única que me ha atraído en años, al punto de la obsesión, es Angelica White. Y a ella no puedo acercarme por demasiados motivos que no puedo ni quiero pensar.
—¿Es la única vía?
Pregunto una vez más, para confirmar.
Giorgio asiente.
—Si quieres mantener en tus manos la empresa, sí. Si no te importa perderla, puedes simplemente negarte al casamiento.
Me levanto y me despido de Giorgio sin insistir más. No tengo nada más que hacer aquí.
—Quedo a la espera de la cláusula. Quiero leerla antes de tomar una decisión.
—Por supuesto, muchacho —acepta Mancini y me despide en la puerta de su casa.
Me alejo sin mirar atrás. Ahora mismo tengo mucho que pensar.
Pero, cómo no, Angelica White sigue siento parte de cada uno de mis pensamientos.
***
Un mes ha pasado desde que hablé con Giorgio Mancini. Y estoy siguiendo su consejo con mucha diplomacia.
No habrá matrimonio. No habrá negativa, tampoco, hasta que me parezca el momento correcto, porque Angelo pensó que podía burlarse de mí.
Ahora este juego se hará a mi manera.
Sigo valorando mis opciones. Buscarme una esposa o simplemente cerrar el trato y entregarlo todo, pero no ha pasado todo el tiempo que quiero, así que me mantengo relajado.
A mi correo llega una notificación. El nombre habitual aparece en la pantalla, con el informe mensual que recibo desde que puse mis recursos a disposición de mi familia.
La familia que nunca he tenido conmigo. Y la que espero poder recuperar.
El informe suele incluir todo lo que está sucediendo en New York. Si hay algo que deba saber de urgencia, entonces se me es notificado antes; hasta ahora todo se mantiene en la normalidad.
«Lo más normal que es la vida que lleva mi hermano mayor. Y es ironía».
Abro el correo con una mezcla de desinterés y curiosidad. No espero encontrar nada que no sepa ya, pero aún así, leo cada palabra.
Las cosas no han cambiado mucho. Mi hermano sigue tan ciego como siempre, atrapado en su matrimonio con Valentina, esa mujer que no es más que una arribista, buscando subir en la escala social a costa de lo que sea.
Es difícil ver a Callum así.
Siempre fui el hermano que lo admiraba, incluso cuando nuestros caminos tomaron direcciones diferentes. Pero ahora, con los años, su debilidad y su falta de visión me resultan insoportables. Valentina no es lo que parece, y a estas alturas ya debería haberse dado cuenta, pero sigue creyendo en sus falsas sonrisas y palabras suaves. No sé si es amor o simple conformismo, pero lo que está claro es que está atrapado.
Sigo leyendo, todavía no hay nada interesante.
Hasta que encuentro algo que me hace apretar los dientes. Steve Johnson, el esposo de mi sobrina Vanessa, tiene un amorío con una mujer, otra heredera de un amplio patrimonio.
Ya fue demasiado para mí el saber que este era un matrimonio puramente comercial, cosa que me toca de cerca por la posición en la que estoy, pero ahora ver esto es el colmo del descaro.
No obstante, después de ver algunas fotos y leer a profundidad el informe, veo algo que llama mi atención.
Una sospecha que el investigador lanza en las últimas líneas del informe. Hay algo pasando entre Steve y Valentina.
Me detengo un momento y dejo que esas palabras calen hondo.
—¿Valentina? ¿Podía volverse más perturbador esto?
No puedo evitar que la rabia me suba a la cabeza. La idea de que Steve, ese idiota, esté involucrado con ella, me da asco. De Valentina espero cualquier cosa, ella no le debe nada a Vanessa porque no es su madre, pero eso Steve no debe saberlo. Más repugnante lo hace.
Y la verdad es que me da rabia también pensar en lo que probablemente está viviendo mi sobrina. Es difícil imaginar la cantidad de mentiras que se tejen en su vida sin que ella lo sepa.
La imagen de Callum, Vanessa y Valentina, toda esa fachada, se me hace cada vez más repulsiva.
Me imagino cómo deben ser las noches en esa casa, el silencio incómodo entre ellos, la falsa normalidad que ambos mantienen. Nadie tiene el valor de enfrentarse a la realidad. Nadie parece ser lo que realmente es.
Y eso es lo peor de todo; todos esos secretos que mi sobrina probablemente ignora, que ni siquiera se atreve a cuestionar.
A mí me repugna todo esto. No sé cómo reaccionar, ni qué hacer con esta información. Pero lo que sí sé es que voy a encontrar la manera de ponerle fin a toda esta mentira. No puedo quedarme de brazos cruzados, mientras Steve y Valentina siguen con sus juegos.
Y, por supuesto, mi hermano, tan ajeno a todo, sigue siendo el mismo. No tiene idea que la mujer que amó nunca hizo nada de lo que él cree. Y que la bruja que tiene al lado es la verdadera villana en esta historia.
Lilibeth, la verdadera madre de las gemelas, me visitó hace unos días. Su visita me recordó, nuevamente, todo lo que he perdido, pero también todo lo que aún puedo recuperar. No puedo quedarme de brazos cruzados viendo cómo todo se destruye.
Tengo que hacer algo, por mi familia y por mí.
Hace años, cuando mi padre estaba en todos sus cabales, Lilibeth fue la principal víctima de sus manipulaciones. Él la alejó de Callum, le hizo creer a mi hermano que ella lo abandonó, y luego le quitó a sus hijas. Dos niñas recién nacidas, Vanessa y Violet, a quienes mi padre mantuvo alejadas de su madre solo por un maldito estatus social. Dos niñas que crecieron sin amor, hasta que una de ellas murió víctima de las drogas.
Recuerdo perfectamente el día que encontré a Lilibeth. Mi padre ya estaba enfermo, pero aún era capaz de hacer daño, de seguir controlando las piezas. Lilibeth estaba rota, destrozada por la vida que le había tocado vivir, y sus hijas lejos de ella.
Lo que hizo mi padre fue cruel. En su mundo perfecto, hacer daño a los más cercanos era su hobbie favorito. Yo lo viví en carne propia.
Ahora pretendo reparar todo ese mal. Así sea dando partes de mí que no pueda recuperar después.