Angelica White
Llego tarde. Otra vez.
El taconeo de mis Louboutin contra el mármol resuena en el pasillo del hotel, una sinfonía de ansiedad que se mezcla con el sonido amortiguado de la música que proviene del salón principal.
La gala ya ha comenzado. Lo sé sin necesidad de ver la hora.
Las puertas doradas están abiertas y, desde aquí, puedo distinguir las luces cálidas y el murmullo elegante de la gente que charla con copas de champán en la mano.
Respiro hondo, ajusto la falda de mi vestido n***o mientras avanzo con paso firme, intentando disimular la prisa en cada movimiento.
No quiero decepcionarla. Vanessa es la única persona en mi vida que me quiere de verdad, no por mi apellido, no por el dinero, no por lo que puedo ofrecer. Me quiere a mí. Y yo la adoro.
Esta fundación es su sueño y, en parte, también el mío. Ayudar a chicos que luchan contra la adicción, darles oportunidades, tenderles la mano cuando el mundo los ha dejado caer. Sé lo que es sentirse sola, sé lo que es necesitar a alguien que realmente se preocupe por ti.
Un camarero se cruza en mi camino y me lanza una mirada de reconocimiento. Sonrío con cortesía, aunque por dentro me carcome la impaciencia. Necesito encontrar a Vanessa. Necesito que sepa que estoy aquí, que lo intento, que, aunque la vida me enseñó que la mayoría de las promesas son vacías, la mía con ella no lo es.
Doy un paso dentro del salón y las miradas se deslizan sobre mí, algunas con curiosidad, otras con interés y unas pocas con desdén disfrazado de cortesía. Estoy acostumbrada. A lo largo de los años, aprendí que la sociedad en la que me muevo es un juego de apariencias donde la lealtad es un lujo y el cariño genuino, una rareza. Pero esta noche no estoy aquí por ellos. Estoy aquí por ella.
Busco entre la multitud y la encuentro en el centro del salón, con su vestido rojo y su sonrisa radiante, estrechando manos, hablando con la prensa, siendo la anfitriona perfecta que siempre ha sido. Cuando nuestras miradas se cruzan, el brillo en sus ojos me dice que sabe que llegué. Y aunque no me lo reproche, aunque su expresión no cambie, sé que la he hecho esperar.
Prometo que no volverá a pasar.
Aunque ambas sabemos que es una promesa difícil de cumplir.
—Por fin —dice Vanessa cuando llego a su lado. Su sonrisa es cálida, pero sus ojos reflejan la preocupación que intenta ocultar—. Pensé que te habías olvidado de mí.
—Nunca —respondo con sinceridad, dándole un ligero abrazo—. Me atrasé un poco, pero estoy aquí.
—Y justo a tiempo. Necesito que hagas algo por mí —me toma de la mano y la aprieta suavemente—. Quiero que te sientes en la mesa principal y representes a la fundación. Algunas personas quieren hacer sus donaciones públicamente, y necesitamos a alguien que reciba los cheques y haga los agradecimientos.
Parpadeo, sorprendida. Vanessa sabe cuánto detesto ser el centro de atención, pero también sabe que haría cualquier cosa por ella.
—Por supuesto —asiento, aunque un nudo de incomodidad se forma en mi estómago.
Antes de que pueda decir algo más, una voz áspera interrumpe nuestro momento.
—¿Así que la señorita White decidió honrarnos con su presencia? —Anthony, el organizador del evento, aparece frente a nosotras con una sonrisa ladeada y los ojos fijos en mí con descaro. Su tono es educado, pero su mirada me desnuda sin ninguna discreción.
No respondo de inmediato. La forma en que me observa me incomoda. Demasiado intensa. Demasiado insistente.
—Un placer verte, Anthony —respondo con la misma cortesía que él finge—. Y sí, aquí estoy.
Su mirada me recorre lentamente, deteniéndose en cada detalle de mi cuerpo como si tuviera derecho a hacerlo.
—Oh, créeme, el placer es todo mío —dice con voz aterciopelada, sus labios curvándose en una sonrisa que me revuelve el estómago, pero no por las razones correctas.
Vanessa frunce el ceño, pero antes de que pueda decir algo, simplemente le dedico una sonrisa vacía y me obligo a mantener la compostura. No voy a dejar que este hombre arruine mi noche.
—Me alegra saber que estaremos juntos en la mesa de donaciones. Será un placer compartir todo el evento contigo.
La forma en que enfatiza "todo el evento" me crispa los nervios. Aprieto los labios para no soltar una respuesta cortante y simplemente asiento, fingiendo indiferencia.
Nos dirigimos a la mesa principal y tomamos asiento. La velada avanza con donantes acercándose, entregando cheques y ofreciendo palabras de aliento para la fundación. Trato de enfocarme en mi papel, en la causa, en cualquier cosa que no sea el hombre a mi lado.
Pero Anthony no tarda en hacerme imposible ignorarlo.
—Ese vestido te queda increíble —comenta en un susurro cuando una pareja se aleja tras hacer su donación—. Aunque, sinceramente, cualquier cosa se vería bien en ese cuerpo.
Contengo un suspiro de exasperación y me obligo a mantener la compostura. No le daré el gusto de verme molesta. No esta noche.
Anthony se inclina un poco más hacia mí, bajando la voz con un tono de falsa confidencialidad.
—Ahí viene un maldito baboso que te ha estado viendo todo este rato —dice, con una sonrisa divertida.
Sin siquiera voltear a mirar, cruzo los brazos sobre mi regazo y murmuro con sequedad:
—¿Más baboso que tú? Imposible.
Giro los ojos y vuelvo la vista hacia el próximo donante, ignorando la risa baja de Anthony a mi lado.
Mi garganta se seca de inmediato, como si un nudo de tensión se hubiera formado de golpe y trato de disimularlo. El hombre que se aproxima a nuestra mesa no tiene nada de sutil, pero es imposible no notar su presencia.
Es imposible ignorarlo.
Camina con paso firme, cada movimiento lleno de control, como si el suelo bajo sus pies no fuera suficiente para sostener su confianza. Su espalda está recta, los hombros erguidos con una precisión casi militar. La forma en que se mueve, como si supiera que todo ojo en la sala lo está observando, me hace pensar que es el tipo de persona que ha nacido para liderar. Algo en su porte, en esa aura de dominio natural, es demasiado evidente.
Lo veo acercarse y no sé si es por la luz que lo envuelve o por algo que solo él tiene, pero todo en su figura grita elegancia. Su traje oscuro, perfectamente ajustado a su figura, resalta una mandíbula fuerte y decidida.
Sus ojos, de un color miel claro con toques de otro color que no distingo, me buscan en cuanto se acerca. Los noto y no puedo evitar sentir cómo su mirada recorre cada rincón de mi rostro, hasta detenerse en mis labios, como si estuviera evaluando cada detalle. Algo se enciende dentro de mí, pero me esfuerzo por ignorarlo, por no dejar que mi cuerpo reaccione.
El lenguaje corporal de este hombre lo dice todo: seguridad, control, poder. Y, sin embargo, hay algo en su mirada que es diferente a lo que esperaría de alguien con tanto dominio. Es difícil de explicar, pero me da la sensación de que detrás de esa fachada de confianza hay una calma inquietante. Como si no solo dominara el espacio, sino también a las personas a su alrededor.
«¿Quién es este hombre?».
Su mirada no se desvía de mí y siento que mi respiración se vuelve más irregular. Este tipo de atención no es algo con lo que esté familiarizada, no de esta forma tan intensa.
Y, aun así, me encuentro buscando una respuesta en su postura, en la forma en que se detiene frente a nosotros, como si supiera que cada palabra, cada gesto suyo cuenta.
—¿Ese idiota te está molestando? —Su voz llega hasta mí con un acento italiano que provoca un escalofrío involuntario en mi piel. Profunda, segura, con un matiz de desinterés calculado que solo hace que se escuche aún más atractivo.
Me esfuerzo por parecer indiferente, aunque me cueste un mundo y parte de otro hacerlo.
—Es solo un simple idiota que quiere mi atención —respondo con calma, aunque siento la intensidad de su mirada en mí.
—¡Hey! Estoy aquí, los estoy oyendo —se queja Anthony, cruzándose de brazos a mi lado, pero lo que él crea me importa poco, siempre se comporta como un idiota cuando me tiene cerca.
El recién llegado le dedica una mirada fría, como si ni siquiera mereciera su tiempo.
—Por suerte, la dama ya te hizo saber que eres bastante molesto —dice con serenidad, pero con una firmeza implacable—. Creo que, si tienes algo dignidad, la dejarías tranquila y no seguirías interrumpiendo esta conversación.
Mi estómago se tensa ante sus palabras. No estoy acostumbrada a que alguien intervenga en mi favor de esta forma. No con esa seguridad, con esa facilidad para poner a Anthony en su lugar sin necesidad de alzar la voz. Estoy acostumbrada a ser la que da la cara por sí misma, la que se quita de encima a cualquier estúpido que confunde mi amabilidad con otras intenciones.
Y lo peor es que me gusta demasiado cómo suena.
—Entonces, Angelica White, he venido a hacer una donación a tan hermosa fundación. Estoy admirado por su labor.
Mi corazón se detiene un segundo. No por sus palabras, sino porque él ha dicho mi nombre.
Levanto la mirada, encontrándome con sus ojos oscuros, intensos, brillantes con una pizca de diversión. Su voz, es grave y envolvente, resuena en mi pecho de una forma que no debería. Siento un ligero escalofrío recorrer mi espalda al oír cómo suena mi nombre con ella.
—¿Cómo sabe mi nombre? —pregunto, intentando sonar firme, aunque mi tono me traiciona.
El hombre sonríe, ladea apenas la cabeza, como si encontrara divertido mi desconcierto. Sus labios se curvan con una picardía que me desarma.
—Aunque no me hubiera sido difícil conseguir el nombre de una mujer tan hermosa como usted, así haya tenido que buscar debajo de las piedras —hace una pausa, saboreando la tensión en el aire antes de continuar—, no tuve que buscar demasiado.
Levanta una mano, con un movimiento pausado, seguro y señala con un dedo el lado izquierdo de mi pecho. Bajo la mirada y la sangre me abandona el rostro.
Ahí, sujeto con un fino gancho de metal, está mi gafete con mi nombre impreso en letras doradas. Lo he llevado toda la velada sin darme cuenta, demasiado ensimismada en mi incomodidad con Anthony y la gala en general.
La vergüenza me invade de golpe. Enderezo mi espalda, intentando recomponerme, pero el calor en mis mejillas me delata.
Él lo nota. Lo sé porque su sonrisa se amplía apenas un poco, suficiente para hacerme sentir aún más vulnerable bajo su escrutinio.
Y lo peor es que, lejos de molestarme, esa mirada me provoca algo que no quiero analizar demasiado
«Tienes que controlarte, Angélica».
Su presencia me altera de una forma que no puedo explicar. Es como si la energía en el ambiente hubiera cambiado desde que llegó, volviéndose más densa, más eléctrica. Hay algo en su porte, en su voz, en la forma en que me mira que me hace sentir fuera de mi elemento.
Estoy a punto de preguntarle su nombre cuando él interrumpe mis pensamientos, como si supiera exactamente en qué estaba pensando.
—No quiero quitarle demasiado tiempo —dice con esa voz grave y modulada, con el mismo aire de dominio con el que lo ha dicho todo hasta ahora.
Con movimientos calculados, saca una chequera del bolsillo interior de su traje. La tela de alta calidad se amolda a su cuerpo con una perfección insultante, como si cada costura hubiera sido hecha exclusivamente para él. Lo más probable es que así sea.
Mis ojos siguen el movimiento de su mano mientras arranca una hoja y, sin prisa, empieza a escribir. Su caligrafía es precisa, firme, sin titubeos.
Cuando me pasa el cheque, tengo que hacer un esfuerzo consciente para no abrir los ojos como platos. La cifra es ridícula. Una donación de esa magnitud podría financiar programas completos durante meses.
—Creo que eso es suficiente por ahora —murmura con indiferencia mientras desliza la pluma sobre el papel, marcando una cifra grande, mayor a cualquier otro donativo que hayamos recibido antes, lo veo, estampando su firma con la misma facilidad con la que otro hombre firmaría un recibo de supermercado.
Cierro los dedos sobre el cheque, pero no sé qué decir. No sé si catalogarlo como un hombre increíblemente generoso… o un maldito presumido.
Y lo peor es que aún no sé cuál de las dos opciones me desconcierta más.
Antes de que pueda procesar completamente la cantidad obscena de dinero que acaba de donar, él desliza una tarjeta sobre la mesa en mi dirección, usando una tonta excusa acerca del cobro del cheque ya que proviene de un banco internacional, pero no es eso lo que se queda grabado en mi mente, es la forma en que lo dice, solo di que eres la chica hermosa de la fundación…
«¡Mierda! ¿por qué eso hace que mi cuerpo se tense?».
Tomo la tarjeta con dedos inseguros, sintiendo el ligero relieve del nombre impreso en ella, pero lo que realmente me deja sin aire es la reacción de mi propio cuerpo.
Una descarga eléctrica sube por mi brazo en el instante en que sus dedos rozan la punta de los míos. Es un estremecimiento real, tangible, que se despliega en mi piel como un eco invisible de su presencia.
Trago saliva, obligándome a no soltar la tarjeta como si quemara. El aire me abandona los pulmones.
«¿Hermosa?». Enarco una ceja de forma instantánea, cuestionando todo lo que sale de su boca.
No puedo evitarlo. Lo miro de arriba a abajo sin el menor pudor, estudiándolo como él me ha estudiado a mí desde que llegó. La línea de su mandíbula, la forma en que su traje se ajusta a su cuerpo con impecable precisión, la elegancia relajada con la que se inclina apenas hacia mí sin necesidad de invadir mi espacio.
Debería decir algo. No quedarme callada como una tonta. Responder con la misma confianza, con la misma facilidad con la que él maneja esta conversación.
Pero mi mente se queda en blanco. Y él lo nota. Lo sé porque su sonrisa se vuelve aún más arrogante.
«¡Maldita sea!».
Sus palabras siguen flotando en el aire. La chica hermosa de la fundación.
Podría dejarlo pasar, ignorarlo como si no hubiera provocado un vuelco en mi estómago, como si mi piel no estuviera erizada bajo la tela de mi vestido. Podría hacerlo.
Pero no lo hago.
En cambio, sin pensarlo demasiado, me inclino un poco sobre la mesa, apoyando mi peso en una mano, acercándome apenas lo suficiente para que mi perfume lo envuelva. Siento la forma en que su mirada se desliza sobre mí con un destello de interés aún más marcado, porque si él quiere jugar al dominante seductor, yo también puedo entrar en su juego.
—¿Me recordarás? —pregunto con un tono más bajo del que pretendía, seductor a la vez, pero con un toque de desafío.
No entiendo por qué me estoy comportando así con un hombre que apenas conozco, por qué mi cuerpo se mueve con una seguridad que no tengo del todo. Pero algo en él, en la forma en que me observa, en la manera en que maneja cada palabra con precisión quirúrgica, me incita a jugar un juego en el que no estoy segura de poder ganar.
Sus labios se curvan en una sonrisa lenta, deliberada, como si saboreara mi atrevimiento. Luego, inclina apenas la cabeza y su mirada se aferra a la mía con una intensidad que me deja sin aire.
—Creo que no seré capaz de olvidarte —su voz es más profunda ahora, casi un susurro cargado de una certeza peligrosa—. Tratar de hacerlo sería el verdadero problema.
El aire se vuelve denso entre nosotros.
Siento el calor subir a mis mejillas, el ardor en mi piel traicionándome sin piedad. Pero lo peor es la forma en que él me mira en ese instante, como si ya hubiera empezado a quitarme el vestido con los ojos, deslizándolos por mi escote, por la curva de mis hombros, por cada centímetro de piel expuesta.
Un calor abrasador me recorre el cuerpo, explotando en mi vientre y bajando con un pulso lento e inconfundible entre mis piernas.
«¡Maldición! Tengo que calmarme», me repito, pero sé que esta noche terminaré tocándome mientras imagino a este hombre de ojos claros que ha sabido meterse bajo mi piel con solo una conversación.
Mi respiración se vuelve más superficial y por un segundo, olvido dónde estamos, olvido que hay un salón lleno de personas a nuestro alrededor. Solo puedo sentir su mirada devorándome, haciéndome consciente de cada parte de mí.
«No puedo dejar que me afecte. No puedo permitir que gane tan fácil».
Pero cuando intento desviar la vista y romper el hechizo, me doy cuenta de que ya es demasiado tarde.
Estoy atrapada. Y él lo sabe y lo disfruta y sé, que, si este hombre me pide que vaya con él esta noche, mis impulsos más bajos me impedirían negarme, aunque mi cabeza me diga otra cosa.
—Espero tengas buenas noches, principessa —él toma la mano que aún tengo sobre la mesa con firmeza y la lleva hasta sus labios, dejando un pequeño beso que hace que mi cuerpo se vuelva gelatina antes de darse media vuelta.
Tomo una fuerte inhalación mientras veo su espalda desaparecer entre la multitud de personas y mis pulmones agradecen el aire que respiro, bajo la mirada hacia las letras en relieve doradas y leo su nombre con una sonrisa instalada en mis labios.
Curtis Wood.
Al menos sé el nombre del hombre con el que fantasearé esta noche al llegar a casa.
Y al fin conozco al hombre detrás de las donaciones más importantes de los últimos eventos. ¿Por qué se habrá presentado en persona esta vez?
«No se malinterprete, lo agradezco. Mi nueva fantasía húmeda sí que lo agradece».
—Hasta que por fin se fue ese idiota, ¿te estaba molestando? —la voz de Anthony irrumpe en mis pensamientos.
Levanto la mirada de la tarjeta y lo miro a él de mala gana, por haber reventado mi burbuja. He tenido bastante paciencia con él, sabiendo que, es un narcisista, necesitado de atención que pide a gritos una oportunidad conmigo para poder saciar su ego. Pero hoy, mi paciencia se ha acabado.
Le doy una falsa sonrisa antes de hablar con una voz firme,
—Aquí el único que está molestando, eres tú. Dedícate a hacer tu trabajo y déjame tranquila —veo cómo abre los ojos sorprendido por mis palabras y agradezco cuando oigo la voz de Vanessa llamarme, así puedo librarme de este incómodo momento.
Aferro la tarjeta en mi mano mientras me alejo, deseando que la gala termine y así poder hacer algo por mí, por mi cuerpo lleno de tensión por culpa de ese hombre que acaba de marcharse.