La tormenta sigue rugiendo fuera, y aunque me he tapado con la manta hasta la barbilla, el miedo no me deja en paz. He intentado dormir. Lo juro. Pero el sonido de los truenos retumbando en el cielo me tiene completamente despierta, y ahora estoy tirada en el sofá del salón viendo una película romántica en la tele, con el volumen bajito para no despertar a nadie. Y por "nadie" me refiero a mi madre, porque sé que mi padre está despierto en cuanto escucho como crujen las escaleras.
—¿Maggie? —pregunta en voz baja.
Me asomo por el respaldo del sofá y lo veo con el pijama y sus pantunflas para el frío. No trae manta, ni almohada, pero sé que ha bajado a ver si he dejado el sofá libre para él.
—No puedo dormir, ¿tú tampoco? —Sé que no me va a responder con la verdad.
—Voy a por un vaso de leche. Anda, intenta dormir.
Cuando se va, me pregunto qué es lo hará. ¿Dormir en el suelo de la habitación? ¿O están tan separados en la cama que casi se caen por los extremos? No sé por qué no se divorcian. A estas alturas sería un alivio para todos.
Vuelvo a intentar centrarme en la película que ya he visto mil veces. Me aferro a la manta y trato de descansar cuando, de repente, escucho la puerta principal abrirse.
Aunque lo único que alumbra son los colores de la televisión, reconozco su silueta al instante. Es Diego. El pelo le gotea por la frente con unos rizos bastante curiosos y tiene el dobladillo de los vaqueros empapados. Para verlo mejor me siento con las piernas cruzadas en el sofá sin soltar la manta.
—Hola —susurro—. ¿Qué haces aquí?
Vera me había dicho que los ha escuchado hablar a él y a Nate de ir a una fiesta hoy, así que no lo esperaba, y mucho menos que cogiera el coche con la que está cayendo.
—Me imaginaba que estarías asustada con la tormenta. —Se encoge de hombros como si no fuera gran cosa, pero el hecho de que esté aquí, empapado, mientras podría estar en cualquier otro lugar, dice lo contrario—. Voy a subir a cambiarme.
Cuando baja, ya no está empapado y se ha puesto el pijama, aunque sigue teniendo el pelo húmedo. Le hago un hueco en el sofá porque la idea de que se siente en el sillón individual ni se me pasa por la cabeza.
—¿Qué cursilada estás viendo? —pregunta, repatingándose a mi lado, con un brazo sobre el respaldo del sofá y con la otra mano tontea el mando.
Diego se echa sobre las piernas un trozo de manta. Sentir que lo sea que haya entre los dos se ha relajado es liberador. Además, Diego siempre ha estado para mi durante las tormentas, aunque fuera un mensaje tonto preocupándose por mi. Toda la vida ha sido así y no quiero que cambie.
—Una que está terminando, no te va a gustar. Puedes quitarla si quieres.
—A tí te gusta esta basura, ¿no te cansas? El final siempre es el mismo: se mueren los dos —dice, y pongo los ojos en blanco.
—Es bonita la historia, y no te quejes que te dejo quitarla. Sé que estar aquí es mucho menos interesante que ir a una fiesta universitaria.
La tormenta hace vibrar la casa entera y me subo más la manta por las piernas, aplastándome contra el respaldo del sofá. Cada vez que me muevo puedo sentir sus dedos rozándome el hombro. No ha comentado nada sobre el hecho de que llevo su camiseta puesta y que no me la he quitado en todo el día.
—¿Te lo ha dicho tu amiga? La he visto esta mañana.
—Lo sé, también me ha contado eso. Os escuchó hablar a tí y a Nate así que pensaba que ya no vendrías.
—¿Crees que prefiero una fiesta a estar aquí contigo tragándome una película de mierda? —inquiere, pretendiendo estar más serio de lo que una pequeña sonrisa le delata.
—No es tan mal plan para un sábado noche —digo.
Algo —lo que sea— ha debido de cambiar entre nosotros si estamos aquí sentados sin discutir.
—No, para nada —su forma de decirlo me hace sonreír.
Estiro el brazo para darle un golpe suave en el pecho. Ni siquiera sé si lo de anoche va a repetirse o si alguno va a hablar del tema. Él me atrapa la mano y suavemente me acerca a él. Apoyo la cabeza en su hombro. Uno de sus
brazos me rodea la espalda y me sujeta a su lado. Encojo las piernas y me hundo los pies debajo del culo para estar más cerca suya.
—Gracias por venir —levanto la cabeza solo un poco para mirarlo, aunque cuando me mira su nariz y la mía se rozan—. Significa mucho para mi.
Levanta la mano y me aparta el pelo de la cara. Es un gesto que nunca ha tenido conmigo. Sus dedos son ásperos pero, de algún modo, muy suaves en contacto con mi piel. De manera instintiva, ladeo la cabeza y acerco la boca a la suya. Cuando pego los labios a los suyos, se quita la manta de encima, y me monto sobre su regazo. Hundo los dedos en su pelo y lo beso con fuerza. Mi cuerpo empieza a mecerse suavemente hacia adelante y
hacia atrás sobre su regazo, y él desliza sus dedos por debajo de mi pijama hasta incrustarse en mi piel.
—¿Esto es una forma de agradecermelo?
Abro la boca, agitada. Casi ni sé de lo que me habla.
—Si quieres que te lo agradezca solo tienes que pedírmelo.
Lo escucho bufar, y siento como me balancea con más rudeza sobre él.
—¿Qué voy a hacer contigo?
Evidentemente, sé que lo que quiero que haga conmigo.
—Lo que quieras.
—¿Lo que yo quiera? —repite y yo asiento. Entonces sus manos se ciernen sobre el dobladillo de mi camiseta, que es suya.
Espero que me la quite, pero no lo hace, en cambio su mano se desliza por dentro de mis pantalones hasta apoyarse en mis bragas. Tiene los dedos algo fríos, y me sobresalto al sentirlos. Yo a él sí le quito la camiseta, quiero pasear mis dedos por su torso y deslizarlos hasta la cinturilla de su pijama. Me doy cuenta de que su piel también se eriza.
—¿Tengo las manos frías? —dudo y por la cara que pone se me escapa una risita.
—Algo —dice y me hace a un lado las bragas—. Nada que no se pueda calentar.
Sus dedos se deslizan en mi interior con facilidad y me echo contra su pecho, besándolo, antes de que cualquier sonidito que pueda salir de mi boca nos delate. Su otra mano me sostiene por la espalda cuando se levanta, lo justo para tumbarme en el sofá echarse sobre mí. Saca la mano de mi pantalón. Protesto y él sonríe.
—¿Por qué paras? No pares.
—Por que me molesta que tengas tanta ropa puesta. —Me desliza los pantalones y las bragas y acaban por el suelo junto a su camiseta—. Marimandona.
Chasqueo la lengua, aunque para cuando quiero quejarme sus labios cálidos se abren en mi cuello y pierdo por completo el hilo de la conversación.
Lo estrecho entre mis piernas, frotándome y alargando las manos para bajarle los pantalones. No recuerdo si anoche me sentí igual que ahora, cuando mueve las caderas y me frota su erección, y yo solo quiero que me haga suya. Es una sensación indescriptible.
El mando de la televisión se cae y hace un ligero estruendo. Diego y yo nos miramos esperando algo, y cuando no pasa nada, volvemos a besarnos como descosidos. Me gustaría saber tocarlo, conocer los puntos que le vuelven loco. Creo que encuentro alguno cuando paso la lengua por su cuello y se derrite sobre mi.
—j***r, Maggie... —gruñe.
Muevo las caderas, su polla rozando mis muslos. Estiro la mano entre el hueco entre nuestros cuerpos, Diego abre la boca y exhala contra la mía cuando rodeo su longitud entre mis dedos. Arriba y abajo. Me llevo la mano a la boca, metiéndome los dedos y volviendo a bajarlos lleno de saliva. Ahora resbala mucho mejor.
Me aparta la mano y quiero quejarme también, pero enseguida me coge la pierna y se la enreda en la cintura para estar más unidos. Sin el alcohol en el cuerpo ni que la habitación me dé vueltas, difrutar de cómo entra en mi es una turba de sensaciones y ninguna mala.
—Ah... —gimo.
Enseguida me tapa la boca con la mano y se muerde el labio inferior.
—Shhh... —sisea y me embiste, así que le muerdo la mano.
A su merced, tal y como me lo hace, si no tuviera su mano en la boca estaría chillando como una loca. Dios, qué bueno. Se me ponen los ojos en blanco y me encuentro retorciéndome debajo de él. El insistente choque de sus caderas contra las mías produce un sonidito rítmico que me pone de los nervios.
—Diego... —gimoteo, aferrándome cada vez más a sus biceps si no quiero que sus embestidas me manden fuera del sofá—. Joder... Joder...
Sus dedos se hunden en mi piel con más fuerza, aprisionándome contra el sofá, y no sé qué es lo que hace que tan loca me vuelve. Estoy a punto de... Estiro los pies y se me tensa la pierna que tengo en su cintura mientras gimo su nombre una y otra vez. Ha sido...
Diego descansa sobre mí un segundo, dándome un respiro el tiempo justo.
—Eres una jodida mal hablada.
—Mira quién habla —replico.
Me está aplastando, pero no quiero que se levante. Además, él no se ha corrido. Nos gira en el sofá, él tumbado y ahora yo estoy arriba. Empiezo a deslizarme sobre él. Tengo las manos apoyadas en su pecho para sostenerme, y al poco rato se me resienten los músculos por la posición, pero sigo. Siento sus manos por todo mi cuerpo, por debajo de su camiseta apretándome los pechos y jugando con mis pezones. Se sienta en el sofá y lo siento aún más. Cuando creo que está a punto de quitarme su camiseta de encima, la voz de mi padre resuena bajando por las escaleras.
—¿Maggie?
Lo empujo para que se tumbe y, como puedo, finjo que no tengo debajo enterrado lo más profundo de Diego.
—¿Qué haces despierto?
"Por favor que no se acerque, por favor que no se acerque, por favor que no se acerque"
—He escuchado que se ha caído algo, pensaba que ya estarías dormida.
—Estoy en ello.
Las manos fuertes y firmes de Diego se aferran con fuerza a mi culo, hundiéndo sus dedos en mi piel. Aprieto los labios y le araño el pecho. No me puedo creer que esto esté pasando.
—Vale, no tardes.
Cuando vuelve a subir las escaleras, el peso de la situación me tumba sobre su pecho. Diego se ríe en mi oído, toqueteando la tela de su camiseta.
—Menos mal que no te la he quitado. —Y me envuelve con sus brazos, empujándose del sofá retomando los movimientos—. Qué cara se te ha quedado...
—Cierra la boca y sigue.
Me empuja el culo y empuja sus caderas, me llega tan dentro que le muerdo el hombro para no gritar.
—Estás muy equivocada con quién controla esta situación. —Con una sola mano me sujeta las muñecas a mi espalda, y me azota el culo—. ¿Sigo?
—Sí.
—¿Sí, qué?
—Sigue...
—Las cosas se piden "por favor".
—¿Por favor? Como si tú no estuvieras disfrutando de esto tanto como yo.
—O más —añade.
Vuelve a moverse y sé que si me lo pidiera, le suplicaría mil veces que siguiera.