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1431 Words
MAGGIE No estoy convencida del todo cuando hago la matrícula con mis padres y ¡por fin! tengo el futuro más decidido. Mi madre me pregunta si estoy segura, yo me encojo de hombros y envío la matrícula. Los dos me animan, pero algo en el ambiente me tiene rara. Trabajo social. Sé que me gusta, sé que tiene sentido, pero no puedo dejar de preguntarme si esto es lo que realmente quiero. O si solo estoy intentando convencerme de que tiene sentido porque es lo que parece que debería hacer. Cuando me desplomo en mi cama mirando el techo, en lugar de quedarme a darle vueltas al tema, acepto el plan que Patty había propuesto: una cena de chicas. Ella ya nos está esperando cuando Vera y yo bajamos del bus. Está de pie junto a la entrada del restaurante, con un vestido ajustado que claramente grita "esto no es solo una cena". Nos recibe con los brazos abiertos y una sonrisa que podría iluminar toda la ciudad. —¡Por fin! Creía que me iba a convertir en estatua esperando aquí —dice, echándonos los brazos encima y guiándonos hacia dentro. El restaurante es pequeño y acogedor, con luces cálidas y una música suave de fondo. Nos sentamos cerca de un ventanal por el que vemos a la gente pasar, así podemos imaginarnos lo que hacen cada tanto en tanto. Supongo que imaginarnos la vida de otros es más fácil que asumir la propia. Patty nos cuenta que ha conocido a otro chico —para variar— y espera entretenerse con él hasta que se marche a la universidad después del verano. Admiro su capacidad para no pillarse de ninguno de los chicos con los que se enrolla. Vera aprovecha para aclararnos (o aclararse a ella misma) que lo suyo con Nate es solo un entretenimiento. Que follan y se llevan bien, una relación de amigos con beneficios. La forma en que lo dice, con esa mezcla de desinterés y seguridad, me hace pensar que en realidad no está tan segura. —¿Y qué hay con Diego? ¿Sabe ya que has echado la matrícula? No creo. Sólo lo he visto esta mañana cuando me ha dejado en el instituto y no hemos hablado desde entonces. Tenía ganas de mandarle un mensaje, y para serme sincera no sé por qué no lo he hecho. Somos... lo que seamos, ¿no? —Se lo diré mañana. —Ay, ¿sabéis quién me ha hablado? ¿Os acordáis de Max? Dice que quiere verme —suelta Patty. Max, el de la universidad, el primero que nos invitó a una fiesta en la fraternidad. —¿Pero te sigues hablando con ese chico? —dudo. Entre risas sacude la mano. —No me cierro puertas. —Las piernas tampoco las cierras —bromea Vera. Se siente como si hiciera una eternidad en la que no hacemos esto: ser amigas que hablan de chicos, de cotilleos, y que se ríen de tonterías sin importancia. Las voy a echar mucho de menos. --- Me despierto con el insistente ruidito de algo chocando sin parar, una suave melodía escacharrada que sale de la radio de mi padre y murmullos. Levanto la cabeza un momento, mirando el reloj. El sol entra a raudales por la ventana. —Le va a hacer ilusión, antes se sentaba mucho aquí —escucho que dice mi padre. Con un esfuerzo monumental, me incorporo y me quedo sentada en la cama. Me froto los ojos, tratando de desperezarme. El sonido de la caja de herramientas es inconfundible, un revoloteo de metales estridentes. La curiosidad me despierta del todo. Deslizo las piernas fuera de la cama y, aún con el camisón puesto, me acerco sigilosamente a la ventana. Me asomo con cuidado, apartando un mechón de pelo que me cae sobre la cara. Ahí están, en el jardín. Mi padre está de pie con las manos en la cintura, observando atentamente a Diego, que se inclina sobre el viejo columpio. Lleva colgando roto tanto tiempo que daba pena ver las cuerdas deshilachadas balanceándose del árbol con un trozo de madera partido. Un calor nostálgico me recorre de pies a cabeza, y hay algo tan satisfactorio en ver a Diego preocuparse por algo que significa tanto para mi... Sin pensarlo si quiera, en un momento de subidón de adrenalina, pego un salto lejos de la ventana y me rebalo por la tarima a toda velicdad casi yéndome de boca al suelo por las escaleras. Para mi suerte (y mis ganas), mi padre no sigue en el jardín cuando salgo; lo escucho por la cocina, seguramente a punto de discutir por mi madre por lo que sea. —¿Qué estás haciendo? —le pregunto, rebosando un ánimo inaudito para ser por la mañana. Diego está agachado en el suelo, encorvado sobre el columpio renovado. Se ha manchado los pantalones de chándal, y las manos las tiene negras porque a saber hace cuánto que mi padre no abría esa caja de herramientas. Señala lo obvio mientras se incorpora y se intenta limpiar las manos en los pantalones. —Darte un columpio nuevo. Cuando me he levantado tu padre estaba quitándolo, y cómo sé que por dentro eres una niñata he comprado cosas para hacerte uno que soporte lo pesada que eres —detrás de toda la palabrería que derrocha para quitarle importancia al asunto, una pequeña sonrisa lo delata—. Venga, pruébalo. Antes de que termine la frase yo salto sobre él y lo abrazo más fuerte de lo que lo he abrazado jamás. Por un segundo parece que esto no es, ni de lejos, la reacción que se esperaba de mi. Aprieto los brazos alrededor de su cuello y lo noto hundir la cabeza en mi pelo revuelto. Consigo besarlo en esa parte sensible que tiene el cuello y que lo hace estremecerse. —No te pases de lista —me advierte y, sin embargo cuando me alejo, me deja un beso en la frente—. Pruébalo. Todavía con el cosquilleo de sus labios en mi piel, me aferro a las cuerdas que no me raspan las manos como las antiguas, y al sentarme la madera no cede. Diego se queda a mi lado mientras me balanceo ligera. El árbol cruje pero es resistente. —Gracias —le sonrío—. Esto es increíble. —Ya sé que soy increíble. Chasqueo la lengua y le doy un golpe flojo. Él finge que le duele. —Ayer envié la matrícula de la universidad —le comento—. He visto que mi facultad está cerca de la tuya. Me observa de una manera que hace que el balanceo del columpio parezca más pronunciado, o quizá sea mi corazón el que se ha puesto a hacer acrobacias. —Podemos ir a que la veas esta semana, total, no es como si hiciéras mucho ya en clase. —¿Vas a ser mi guía en el campus? —le sonrío, aunque el sol me de en toda la cara cuando levanto la cabeza. —Es un privilegio, así que aprovéchalo —me sigue el rollo y, cuando me acaricia la mejilla, pone cara de situación—. j***r, te estoy pringando. Tengo las manos sucias de la hostia. Pero me las vuelve a pasar por la cara y pego un salto del columpio para evitar que sus roñosas manos se me peguen a la piel. —¡Diego! —chillo, corriendo por el jardín—. ¡Mira cómo me has puesto! Intento limpiarme la cara con las manos, aunque probablemente solo esté empeorando la situación. Ahora tengo las manos sucias yo también. Se las paso por la cara y abre la boca ofendido. —No acabas de hacer eso —amenaza. —Por supuesto que sí. Me río con ganas. No recuerdo la última vez que Diego y yo pudimos hacer esto de perseguirnos como críos y reir a pleno pulmón por tonterías. Las cosas han sido demasiado serias entre los dos. Tiene un brillo tan alegre en la mirada que casi ni me lo creo, como si fuera feliz de verdad. No me vuelvo a apartar cuando me cubre las mejillas cons us manos y su pulgar me deja un ratro de suciedad en la punta de la nariz. Me muero de ganas de besarlo, pero sé que no lo haremos aquí. —Deberíamos subir a ducharnos, me has pringado hasta el pijama —propongo. —¿Ducharnos juntos? —añade él. —Supongo que si somos rápidos no pasará nada.
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