Grito tras grito, uno tras otro, todos impregnados de agonía y dolor.
Lamentos desgarradores que se entrelazaban en el silencio opresivo de la noche, como si el mismísimo infierno hubiera decidido manifestarse en aquel lugar olvidado.
Una joven estaba sentada sobre su cama, si es que así podía llamársele a ese pedazo de metal oxidado con forma de catre. Apenas un colchón delgado, manchado por el tiempo, separaba su cuerpo del frío de los barrotes que le daban forma al mueble. Sábanas blancas, rígidas como papel por los lavados constantes, la envolvían débilmente mientras ella permanecía sentada en posición de indio, con la espalda recta y los músculos tensos por la ansiedad que se alojaba en cada rincón de su cuerpo.
Escuchaba los gritos.
Los odiaba.
No porque fueran extraños, sino porque los conocía demasiado bien.
Intentó silenciarlos en el pasado… y por eso estaba así: atrapada en ese rincón del mundo, con una camisa de fuerza que marcaba su delgadez, con los ojos vendados y aún bajo los efectos de los sedantes que le administraban como si fueran dulces. No eran suficientes para anular su conciencia por completo, pero sí para mantenerla en una cuerda floja entre la cordura y el delirio. A veces, fingía estar más perdida de lo que en verdad estaba. Era una estrategia de sobrevivencia.
La venda negra que cubría sus ojos no era más que una formalidad. Con o sin ella, seguía viendo. No con los ojos, sino con la memoria. Ya no necesitaba mirar para saber qué la rodeaba. Cada grieta en la pared, cada rincón de aquella habitación, cada sombra proyectada por la tenue luz de la luna que lograba colarse entre los barrotes de la ventana... Todo lo había memorizado en su encierro. Sabía que las paredes eran blancas y celestes durante el día, pero que por la noche adquirían tonos grises y muertos. Todo era parte del juego macabro de ese lugar.
La oscuridad no era su enemiga.
La soledad sí.
Porque ella sabía —con una certeza que dolía— que la soledad no era permanente.
La soledad era solo el preludio de algo peor.
Una antesala al horror.
Sus sentidos se habían agudizado con el tiempo. El encierro la había moldeado, esculpido a golpes de silencio y gritos ajenos. Ya no era la misma que entró en ese lugar. Ahora era otra cosa. Algo más fuerte… y más rota.
La venda absorbió una lágrima solitaria que escapó de sus ojos apagados, ojos que alguna vez brillaron con esperanza, ahora ocultos tras la tela como si esconderlos pudiera evitar el sufrimiento. Apretó la mandíbula con fuerza, conteniendo el temblor en su labio inferior. No lloraba por debilidad. Lloraba porque recordar dolía. Porque podía ver esa pared frente a ella, aunque no pudiera verla realmente. La imaginaba con tanta claridad que parecía tenerla tatuada bajo los párpados cerrados.
Todo, cada espacio, cada grieta, cada rincón, lo llevaba grabado a fuego en la mente.
Como si sus ojos hubieran dejado de ser necesarios.
Su mirada, aunque oculta, se perdía fácilmente en las penumbras que ya habitaban dentro de ella.
Y entonces… el sonido.
Un ruido seco.
Una vibración en el aire.
La puerta de su celda —ese ataúd vertical disfrazado de habitación— se abrió de golpe.
No necesitó verla para saber que estaba allí.
Sintió el cambio en el aire, el leve crujir del suelo, el peso de una sombra que no necesitaba nombre.
Su cuerpo se erizó como si cada fibra supiera que había llegado ella.
Su pesadilla diaria.
Su visitante de la noche.
La silueta que olía a metal, a sangre seca y a perfume barato.
Su infierno tenía forma humana.
Y acababa de entrar.
Zoe Volkov
Veo mi reflejo a través del espejo, y me esfuerzo en dedicarme una sonrisa de apoyo. Es débil, casi temblorosa. Una mueca más que una expresión real. Me sostengo la mirada por unos segundos antes de dejar escapar un suspiro. No sirve de nada. Aun así, me obligo a ignorar ese pensamiento y me concentro.
—Tú puedes... —me murmuro a mí misma, lo suficientemente bajo como para que solo yo lo escuche, como un mantra que me aferra a la vida—. Si sigues así, lograrás tu propósito —repito, en voz apenas audible, como un recordatorio persistente de por qué me levanto cada día.
Mientras hablo, mis dedos se deslizan con suavidad por mi cuello. Respiro con lentitud, tratando de encontrar algo de alivio. El estrés se ha convertido en parte de mi piel, como si se hubiera adherido a mis huesos. Cada músculo de mi cuerpo está tenso, como cuerdas a punto de romperse. Las ojeras bajo mis ojos ya no se pueden ocultar, se han instalado como tatuajes permanentes, recordándome que el descanso no es parte de mi rutina.
Sé que mi aspecto no es el que mi familia espera. No represento esa imagen perfecta que se supone debo encarnar. Pero eso es irrelevante aquí, en este pueblo, en este pozo sin fondo donde me hundo lentamente cada día. Aunque, en el fondo, sé que cuando mi padre me vea este fin de semana, no pasará por alto cómo me veo. Nunca lo hace. Jamás lo ha hecho.
Me froto la nuca con movimientos lentos, intentando relajar la tensión. No sirve de mucho, pero lo intento. Pienso en todo lo que me espera. Todo lo que se avecina. Cierro los ojos por un instante, buscado algo... algo que se parezca a paz.
Paz...
Paz que no conozco.
Paz que tal vez nunca conoceré.
Cada día se vuelve más difícil. Cada amanecer pesa más que el anterior. Pero no me puedo permitir quebrarme. No debo perder la razón, no debo soltar mi propósito. Debo seguir como hasta ahora, dejando todo lo que soy atrás. Fingiendo ser algo que no soy: una mosca muerta, tímida, sumisa, fácil de atrapar. Ese es el disfraz que he elegido, el que ellos necesitan ver. Y mientras lo crean, estaré un paso adelante.
Salgo de mi habitación con la vista clavada en mi reflejo por última vez. Observo mi uniforme universitario: falda negra con borde color vino, un poco por debajo de la mitad del muslo; blusa blanca inmaculada, corbata y saco n***o con bordes también color vino. Medias negras que se extienden hasta arriba de las rodillas y botines negros con detalles vino.
La verdad… me gusta. Es formal, elegante, pero tiene ese toque atrevido, casi provocador. Aunque, muchas veces, me he preguntado por qué un uniforme universitario tiene que ser tan... así. No obtengo respuestas. Solo más dudas.
Estoy en mi primer año en la Universidad Brooks. Llevo medio año aquí, pero ya conocía el lugar. Antes estudié mis primeros dos años en el Liceo de Inteligencia Brooks. Ha sido interesante... extraño, considerando mi vida, pero me gusta lo que elegí. Estudiar Derecho. Fue idea de mi padre. Él insiste en que en toda familia debe haber una abogada. Dice que tiene fe en mí... soy su única hija, después de todo.
La razón por la que seguimos usando uniforme no es algo común. Se debe a las desapariciones que han ocurrido en el pueblo. Muchas y muy seguidas. No me interesa investigar, ni tengo tiempo. Físicamente estoy aquí, sí, pero mental y espiritualmente... no. Estoy a kilómetros de distancia. Atrapada en pensamientos que no tienen lugar ni tiempo. Los dueños del pueblo, los Brooks, dictaron que los estudiantes debían portar sus uniformes en todo momento, para ser reconocidos fácilmente en caso de algún evento extraño. Esa fue su medida. Una de tantas.
Sé poco de ellos, y no tengo ningún interés en conocerlos. Solo sé que el señor Brooks es un hombre mayor y que su hija, según los rumores, se separó de su esposo hace años. Tiene más hijos, pero todos están fuera del país y solo regresan en fechas especiales. No es asunto mío. No me importan sus vidas. Apenas si puedo mantener la mía en orden.
Decido bajar las escaleras con rapidez hasta llegar a la primera planta.
Camino hacia el comedor con paso firme, esperando encontrar a los gemelos.
—¿Desayunan sin mí? —pregunto, fingiendo estar herida.
El puesto de Omar, la pareja de mi madre, está vacío. Tal como dijo anoche, probablemente saldría temprano. Mejor.
Edel me mira con ojitos de culpabilidad, haciendo un pequeño puchero.
—Yo sí te quelía espelal, pelo tenía hamble... —dice con voz bajita, como si acabara de cometer un crimen.
—Oh, no, no, no. Solo era una broma. Ustedes pueden empezar antes que yo —me apresuro a aclarar, agachándome un poco para estar a su altura.
Edel es muy sensible. Siempre ha sido el más sentimental de los dos. Los psicólogos nos dijeron que, por las circunstancias de su vida, teme profundamente perder a quienes ama. En este caso: Eder y yo. Además, aún le cuesta pronunciar la "r", y eso lo hace más vulnerable ante otros niños. Todo lo que se le diga debe cuidarse, porque una palabra mal dicha puede marcarlo todo el día.
—Déjale, hermanita. Te tienes que apurar, ya tenemos que irnos a estudiar —interviene Eder sin levantar la vista de su libro ilustrado de El Principito.
—Está bien, solo desayuno rápido —digo mientras tomo mi plato con frutas cortadas.
Agradezco que mamá no esté en la mesa. Sé que no está por una razón: Omar no está. Él es su única motivación para "convivir en familia". Bufé con molestia ante el pensamiento. Absurdos. Ellos nunca serán mi familia.
Mi familia real cabe en un círculo muy pequeño. Seis personas, incluyéndome. Y ni mi madre ni Omar están en esa lista.
Comer aquí es como estar en un campo de batalla. Gritos, discusiones por cualquier cosa, tensión en el aire. La paz no existe en esta mesa.
Después de desayunar, acompaño a los gemelos al baño para cepillarnos. Luego, tomamos nuestras mochilas. Diferentes en tamaño, pero ambas ligeras. Nos despedimos de mamá por obligación. Una costumbre vacía. Nos dirigimos al establecimiento de los gemelos, escoltados por la seguridad que Omar nos impuso desde que nos mudamos. Se hacen pasar por civiles, pero sé bien quiénes son. No queremos llamar la atención, por eso usamos mis atajos: rutas por la parte baja del bosque, caminos que pocos usan.
Eder camina a mi lado, concentrado en su libro. Edel, por otro lado, corre, salta y grita emocionado al ver una mariposa. Lo detengo antes de que la siga entre las ramas. Aquí hay muchas espinas.
—¡No, Edel! —lo tomo del brazo suavemente, evitando que se lastime.
Él me mira con reproche. Le devuelvo una sonrisa de disculpa, y seguimos caminando.
Llegamos al establecimiento de los gemelos, que está a cierta distancia del colegio y la universidad. Los detengo antes de que entren y les doy la bendición, dibujando una cruz en sus frentes con los dedos. Es una costumbre heredada de mi familia paterna.
Ellos sonríen, dulces, inocentes. Yo también sonrío, por reflejo.
Por ellos...
Solo por ellos, sigo adelante.
A pesar de la familia que tenemos, en sí ellos solo me tienen a mí… y yo a ellos. Tengo a papá, pero ellos no del todo… no en su totalidad.
—Pórtense bien, por favor, chicos. No quiero quejas de ustedes cuando venga —advierto, fingiendo seriedad, esa que ellos conocen y notan al instante.
—Muy bien, nena —responden en unión, como si fueran una sola voz, haciéndome sonreír con ternura.
Desde que eran bebés se les hizo más fácil decirme "nena" o "mana" (hermana), que llamarme por mi nombre. Se volvió costumbre, una de esas cosas simples que se quedan, como una pequeña tradición entre nosotros que no necesita explicación.
—Los amo, pequeños moléstanos —les digo mientras beso la cabeza de cada uno con cuidado, como si con ese beso pudiera protegerlos del mundo entero.
—Nosotros igual, nena —contestan, dándome un beso en cada mejilla. Son tan dulces que duelen.
Me despido con una sonrisa que uso para no preocuparlos y otro beso más en cada mejilla, luego me doy la vuelta y me dirijo rápidamente hacia la universidad Brooks, tomando mis bellos atajos, esos que me sé de memoria. Siempre trato de pasar desapercibida, aunque cada vez que le cuento eso a papá, se mata de la risa. Le cuesta imaginarme queriendo ser invisible. No es que me guste llamar la atención, simplemente tengo un carácter difícil, uno que no se esconde fácilmente. No exploto con facilidad, pero eso es justamente lo que a él le preocupa. Piensa que soy como una bomba de tiempo, de esas que retienen todo hasta que un día explotan sin aviso. También dice que soy como un veneno: tóxico, silencioso, desapercibido… pero letal. Siempre letal.
Al llegar, observo el colegio que está justo al lado de la universidad donde estudio. No entiendo por qué, si ambos establecimientos están tan cerca, el jardín de niños no puede estarlo también. Además, opino que los que pertenecen a la universidad son una mala influencia para el liceo. Una manzana podrida en el cesto pudre a todas, y acá… ya todo está podrido.
Ignoro mi alrededor, como de costumbre, y entro al instituto por la puerta trasera. Me dirijo a mi clase en total silencio, como una sombra entre sombras, y camino hasta mi asiento, que está más retirado que todos. A mi alrededor hay asientos vacíos, los demás comienzan después del mío. Mi lugar está justo donde la luz escasea y la oscuridad roza con suavidad. Es un pueblo muy nublado, pero no al punto de parecer fantasma. Aunque a veces, se siente como si estuviera a medio camino.
Hoy tengo un mal presentimiento. Una presión en el pecho que no sé de dónde viene. De la nada, escucho un estruendo. Al levantar la mirada me topo con un escritorio tirado en el suelo, y es entonces cuando los veo: algunos de los hermanos Brooks. ¿Qué hacen aquí? Ellos van tres o cuatro años más avanzados que yo. También veo a las dos hermanas Venega, que están solo un año más adelante. Se me hace raro. Siempre agradecí no tener que compartir clases con ellos. Solo me los he topado pocas veces, y por casualidad. Me vieron como quien ve polvo en el aire, y logré zafarme sin que me dieran importancia.
Los hermanos Brooks son casi dueños del pueblo. Bueno, en realidad lo son su abuelo, su madre, y un tío que está fuera del país… aunque ese sí viene seguido por acá. Pero parece como si fueran ellos los que mandan.
Yo no he tenido el "gusto" de conocer a sus padres. Todo lo que sé son rumores que se oyen en los pasillos, pero claramente no me puedo fiar de eso.
Tenso mi mandíbula al notar que mi mirada hacia ellos es demasiado intensa, como normalmente lo era… y bueno, aún lo es cuando hago presencia en mi identidad original. Mi mirada siempre ha sido una maldición, y ahora lo vuelve a ser. El contacto visual se vuelve tan fuerte que reacciono enseguida, desviando la vista hacia otro lado. ¿Pero qué carajo hacen ellos aquí? Y peor aún… ¿qué carajo acabo de hacer yo? Si los miré con esa intensidad fue solo por confusión, por su extraña presencia a medio año del curso.
De ellos, solo Graven sigue Leyes. Raían estudia Administración de Empresas, al igual que Amon. Benno está en Criminología Forense. Y creo que Adad también sigue Leyes… pero a él no lo vi. Solo a Graven y Raían.
Decido no volver a mirarlos, aunque siento cómo sus ojos queman sobre mí. Mejor saco un libro de mi mochila y decido leer mientras llega el profesor. Todos los demás compañeros hacen un escándalo enorme. Y por un carajo, ¿qué me ven tanto? ¿Por qué me miran? No tienen por qué hacerlo. No soy alguien para ellos.
Aunque… tal vez sí llamé la atención sin querer.
Después de unos minutos, el profesor llega. Nos observa con mala cara por el desorden y los objetos tirados.
—Favor de sentarse, jóvenes —pide, haciendo que todos se coloquen en sus lugares, menos los Brooks y las plásticas Venega.
—Como verán… —dice mientras saca unos papeles, y los compañeros por fin le prestan atención. Bueno, la mayoría de las chicas miran a los Brooks, y los chicos a las Venega— tenemos un nuevo plan de estudio, donde alumnos de la universidad, de grados más avanzados y diferentes carreras, darán orientación en algunas clases a los alumnos de primer grado…
¿Qué…? ¿Para qué necesitamos eso? Para empezar, Raían es de Administración de Empresas. ¡Eso no tiene nada que ver con Derecho ni con Leyes!
—Algunos seguramente ya conocen a los hermanos Brooks —dice, señalándolos con la mano—, Graven y Raían Brooks, y a las hermanas Jede y Penélope Venega.
Frunzo el ceño. Jede sigue Arquitectura, Penélope sí está en Derecho. Pero nada de eso es de mi interés. Prefiero ignorarlo. No necesito ninguna orientación. Desde niña he tenido una conexión genuina con la justicia… o con lo más parecido a ella. Probablemente, esa conexión nació por las tantas injusticias que ha habido en mi vida y en lo que me rodea.
Sigo leyendo mientras el profesor habla y habla como loro. Su voz ya es ruido blanco.
—…Señorita Vólkov, ¿está interesante su historia?…
Me desconcierta escuchar mi apellido dicho así, con tanta precisión. Me toma por sorpresa. Nunca me han llamado la atención desde que estoy aquí. Me quedo ida, procesando lentamente lo que dijo.
—Señorita Vólkov, le estoy hablando —repite con reproche, sacándome de mi desconexión mental.
Automáticamente cierro el libro y levanto la vista.
—N-no… no, profesor. Perdone mi falta de a-atención —logro articular tímidamente, con la voz apenas saliendo de mi garganta, como si se me hubiera atragantado el alma.
Rezo en silencio porque deje el tema por la paz. Pero no. Mi disculpa no parece convencerlo. O quizás simplemente se despertó de malas el desgraciado y decidió desquitarse conmigo.
—El libro. Acá. Ahora —espeta molesto, señalando su escritorio con impaciencia.
Las ganas de bufar y escupirle todas mis verdades me consumen por dentro. Siento el impulso nacer desde el fondo de mi estómago, como una ola rabiosa que quiere arrasar con todo. Pero no puedo. Me muerdo la parte interior de la mejilla, reprimiendo cada palabra, cada gesto, cada mínima expresión que delate mi carácter. Mi cuerpo entero se tensa, rígido, molesto, obligado a tragarse la humillación.
Meto mi carácter en una bolsita imaginaria y me la trago. Así nomás. Me levanto con pesar, sintiendo cómo mis piernas tiemblan un poco, no de miedo, sino de contención. Tomo el libro con las manos ligeramente temblorosas y me dirijo hacia el escritorio bajo la atención de varios pares de ojos que ahora parecen descubrirme como si fuera un fenómeno.
Como idiotas, algunos se asombran al verme salir de “las sombras”. Literalmente. Oigo murmuros que me encantaría no haber escuchado nunca:
—¿Desde cuándo ella está acá?
—¿Cómo es que no noté tal belleza?
—¿La conocen?
—¿Quién es?
—No sabía que teníamos otra nueva alumna…
Idiotas. Llevamos casi medio año en clases y ahora resulta que se sorprenden de mi existencia. Me hierve la sangre. Hay otros que simplemente me ignoran, les da igual. Para ellos, lo único llamativo es que el profesor me haya llamado la atención. Como si eso fuera lo más interesante que ha pasado en el día. Maldita sea.
Maldita sea mil veces.
Llego frente al profesor. Dejo el libro sobre su escritorio con un movimiento tímido, casi sumiso, deseando pasar desapercibida. Sin decir una palabra, me giro con rapidez para regresar a mi lugar. Pero, en el trayecto, mis ojos chocan inevitablemente con los de los hermanos Brooks. No uno. No dos. Sino tres. Y ese contacto visual dura un segundo más de lo necesario. Uno que se siente eterno. Un segundo que arde. También noto la mirada cargada de veneno que me lanzan las plásticas Venega. Sus ojos me atraviesan como cuchillos mal afilados.
Cuando al fin regreso a mi asiento, escucho la voz del profesor otra vez.
—Carazamba —lee el título del libro, frunciendo el ceño con desaprobación—. No es ni un libro de leyes.
La manera en la que lo dice me provoca una punzada de rabia en el pecho. Muerdo la parte interna de mi labio inferior con fuerza, reprimiendo el impulso de responder un “no lo necesito”, porque sinceramente… no lo necesito.
Bajo la cabeza, aparentando pena, como si estuviera realmente arrepentida. Le doy a entender lo que quiere ver. Lo que espera de mí. Aunque por dentro mi subconsciente se esté burlando, rodando los ojos y gritándome lo que realmente querría decirle.
Ignoro todo eso. Me obligo a mantener la compostura. Me obligo a permanecer en este personaje de “estúpida mosca muerta” que tan bien me he visto obligada a interpretar.
—Bueno, jóvenes. Ya se pueden colocar en su lugar —autoriza el profesor, refiriéndose a los hermanos Brooks y las hermanas Venega.
Respiro hondo. Decido sacar ahora sí el libro de leyes al ver el título y el número de página que el profesor anota en la pizarra. Tomo también mi cuaderno de apuntes, intentando concentrarme en lo que de verdad importa… pero entonces, un sonido a mi lado rompe todo mi esfuerzo.
Un movimiento, un roce de sillas. Lo que sea que suena me obliga a girar la cabeza.
Y lo que veo me desconcierta por completo.
Tres hermanos Brooks. Ya no son dos. Son tres. Me rodean. Uno está a mi lado, compartiendo mesa, y los otros dos justo al frente.
Estoy a punto de soltar una de mis respuestas ácidas, una de esas que salen solas, pero me contengo. Recuerdo que ahora debo fingir ser algo que no soy. Recuerdo que estoy bajo la maldita etiqueta de “invisible”, de “mosca muerta”. Y sí, duele. Duele tragarse la lengua, pero más duele llamar la atención de esa manera.
Dirijo la vista hacia las hermanas Venega, que ahora me miran como si quisiera robarles algo que consideran suyo. Esas miradas pueden matar, si se lo proponen.
Algo está mal.
Adad. Adad Brooks está sentado a mi lado y no me había dado cuenta de su presencia hasta ahora. Raían y Graven están justo enfrente. ¿Qué carajos hacen sentados tan cerca de mí?
Ellos no deberían saber ni que existo.
Ni siquiera las Venega deberían. Ninguno de ellos.
No porque les tema. Que quede claro. No les temo. Es porque yo no soy muy tolerante a las injusticias de mierda. Y eso es exactamente lo que ellos representan. Injusticias con piernas, carismáticas y poderosas.
Con la poca concentración que me queda, empiezo a copiar unos apuntes que me parecen importantes. Lo mismo hago durante las siguientes materias con los otros profesores. Intento perderme entre líneas, entre conceptos legales que sí entiendo, que sí me interesan.
Eventualmente, el profesor me devuelve el libro con desgano. A regañadientes. Me lo entrega solo porque no he tenido llamados de atención anteriormente. Y porque no quiere problemas, claro. Lo deja pasar… por esta vez.
Pero no puedo evitar preguntarme:
¿Por qué? ¿Por qué, si nunca antes tuve llamados de atención, ahora sí? ¿Por qué ahora?