❧2. Quejas❧

3669 Words
Zoe Volkov Cuando suena el timbre, no pasan ni tres segundos y ya estoy fuera del salón. No me molesto en ver a nadie. Simplemente camino directo hacia mis atajos, evitando miradas, evitando voces, y me dirijo a la oficina de dirección. Pero antes de alejarme lo suficiente de la clase, siento esas miradas. Tres. Pesadas, intensas, cargadas de algo que me atraviesa la espalda. Me resisto a girar la cabeza, pero mi instinto me traiciona. Miro por encima del hombro, con disimulo, como si no quisiera confirmar lo que ya sé. Y me arrepiento al instante. Los tres me están mirando. Adad, con una sonrisa estúpidamente atrayente, una que tiene algo de arrogancia, algo de burla, algo que me perturba más de lo que quisiera admitir. Sus hermanos, en cambio, permanecen serios, como si no hicieran falta palabras. Esas miradas... no son normales. No son triviales. Una corriente eléctrica me recorre de pies a cabeza, erizándome la piel. Es un escalofrío desagradable, como una advertencia susurrada por el universo. Como si algo —o alguien— me estuviera diciendo que me aleje. Pero los ignoro. Como si no los hubiera visto. Como si sus ojos no me hubieran tocado. Sigo caminando con la mirada al frente, obligándome a mantener la postura. Fingiendo firmeza cuando por dentro todo se sacude. Llego al lugar. Respiro. Exhalo largo y tendido, dejando escapar un suspiro cargado de cansancio, pero no un cansancio físico, no. Es algo más profundo, más denso, como si llevara días cargando con una tensión invisible. Después de algunos minutos de espera, la secretaria —o asistente, o como le quieran decir— del director me hace una seña para que pase. Le doy un leve asentimiento, un gesto tímido de agradecimiento, y entro. El director me observa con curiosidad apenas cruzo la puerta. Con él me quito la máscara. Con él no tengo que fingir. Sé que es de esas personas que siempre están ahí, presentes en la vida de todos. Escuchan, aconsejan y guardan tus secretos como si no supieran nada. Como si todo lo que le dices se desvaneciera en el aire. —Uno de tus malditos catedráticos me llamó la atención. Maldito puto. —Empiezo a hablar sin filtro, porque con Matías puedo. Suelto todo de golpe, rápido, como un trabalenguas. Mis palabras salen atropelladas pero claras.— Y los señores "perfectos", Raían y Graven Brooks, ahora resulta que son algo así como orientadores de clase. Junto con Adad, que también estudia Derecho, pero que antes no estaba en mi salón y ahora de la nada sí. Y para colmo, las "señoritas" plásticas Venega también son orientadoras. ¡En mi salón! Hago una pausa, respirando profundo. Porque lo que siento no es simple enojo, es ansiedad. Es incomodidad. Es ese tipo de malestar que no puedes explicar con lógica pero que tampoco puedes ignorar. —Los quiero lejos. ¿Por qué? Porque su presencia me revuelve el estómago, Matías. Tenerlos cerca me produce una ansiedad que no puedo disfrazar. Es como si pudiera sentir... lo malo que desprenden. Ellos tienen algo turbio. Algo que no encaja. Y sé que yo no pertenezco al mismo lugar que ellos. No es que me crea el centro del universo ni que ande pensando que es “obsesión a primera vista” ni nada de eso… pero lo sé. Si pueden hacer algo para perjudicarme, lo harán. Lo han hecho con otros. Pisotean a las personas solo porque los ven como una molestia. Y yo… yo los vi más de la cuenta. —¡Quiero que me cambies de salón, Matías! —ordeno, con la voz firme, aunque mis manos estén apretadas con fuerza contra mis piernas para no temblar. Sé que puede sonar dramático, exagerado incluso, pero no lo es. Estoy previniendo. Nada más. Porque incomodan, porque sus acciones —aunque sutiles— me afectan. En mi cabeza revivo cada momento extraño. Pequeños sucesos que en su momento parecieron triviales, pero ahora no puedo dejar de conectar. Como aquella vez que tropecé con Amon. Algo me pareció raro en eso. No soy una persona distraída, y sin embargo él apareció de la nada, tropezando conmigo como si fuera accidental. A cualquiera le parecería normal, insignificante. Pero a mí no. No cuando todo esto se acumula. O como cuando Raían me invitó a su mesa en la segunda semana de clases. Lo hizo de forma casual, rodeado de chicas y amigos. Nadie lo notó extraño. Pareció un gesto amable. Pero yo dije que debía ir a la enfermería. Me inventé una excusa. Porque algo no me cuadraba. Y luego Adad. Coqueteando como si nada. Como si eso fuera lo más natural del mundo. Y hace un mes… Graven. Observándome desde lejos. Como estudiándome. Como si yo fuera una ecuación que necesitaba resolver. De todos ellos, el único que se ha mantenido al margen es Benno. Es el único que no ha cruzado esa línea. Y no sé si eso me tranquiliza o me preocupa más. Lo dejé pasar al principio porque pensé que estaba siendo paranoica. No quería parecer exagerada. Pero ya no. Ahora no me callo. —Primero tranquilízate, cariño —me dice Matías con voz suave, casi paternal. Me regala una sonrisa que busca calmarme, pero que no borra el nudo en mi garganta. —¿Te estás oyendo acaso? —respondo molesta, mirándolo con frustración. —No... puedo... hacer... eso... Zoé... —habla pausadamente, como si eligiera con cuidado cada palabra, con ese tono temeroso que me indica que sabe lo que podría provocar en mí—. Sí, hablaré con mi catedrático por haberte llamado la atención, eso sí. Pero lo de los hermanos Brooks... quedará así —agrega con seriedad esta vez, a lo que lo miro alzando una ceja, incrédula. —¿¡Me estás jodiendo acaso!? —respondo con enojo, alzando la voz sin poder contenerlo—. ¡Con una simple mirada te das cuenta si les caes bien a esas plásticas teñidas de acá! ¿¡Y qué crees?! —pregunto con falsa dulzura, esa que solo aparece cuando estoy a punto de explotar—. ¡Esas perras me odian! ¡Como todos acá, obvio! ¡Y no voy a ser su nuevo maldito juguete! Mi tono es cortante, casi venenoso. Estoy harta. Siento cómo la rabia me sube por el pecho, y mis manos se cierran en puños junto a mi cuerpo. —Solo un poquito más, Matías, y vamos a tener unos muertitos que enterrar… y eso no nos conviene, ¿cierto? —le recuerdo con frialdad, viéndolo a los ojos—. No quiero echar a perder casi dos malditos años y medio de esfuerzo a la basura —añado, dejando que toda mi molestia se deslice en cada palabra. Lo miro mal, como si pudiera perforarlo con la mirada. —Ignóralos, Zoé… —me dice, como si fuera tan fácil. Como si pudiera cerrar los ojos y dejar de sentir la amenaza que representan esos hombres. Lo miro, incrédula. Como si hubiera dicho la estupidez más grande del día. —Mira, en serio, no puedo hacer nada. Eso es asunto del señor Brooks, no mío —dice con un tono más bajo, más resignado, como si hablara de un dios intocable—. Él lo ordenó todo a su gusto. No puedo contradecir al dueño de casi todo este lugar. El pueblo entero se mueve bajo sus órdenes… ¿te imaginas cómo es con la universidad? Frunzo el ceño. Ese hombre supuestamente se mantiene al margen de todo. Invisible, pero presente. Sordo, pero omnisciente. Y ahora resulta que es quien decide hasta quién respira cerca de mí. —No creo que hayas llamado su atención —continúa—. Y si lo hiciste, que lo dudo mucho por cómo te has comportado… hablaremos de eso mañana, ¿okay, Zoé? Su tono sereno me molesta más de lo que me calma. Pero esa serenidad se me contagia, a pesar de mí misma. Froto mis sienes con los dedos mientras respiro profundo. —Vete a la mierda, Matías —respondo, más tranquila ahora, aunque con rencor en el pecho—. Pero tal vez tengas razón… hablaremos mañana entonces. —Esa es la actitud —dice con una sonrisa—. ¡Y esa boca, señorita! ¿Qué hemos hablado sobre eso? Lo miro mal, sin ganas de bromear. —Me iré a casa. Hoy los gemelos salen antes y mamá no va a estar. No los puedo dejar solos tanto tiempo —le informo, bajando un poco la guardia. Él asiente con comprensión. —Lo entiendo, Eoz. Solo ponte mañana al día con tus profesores, ¿sí? Asiento con una pequeña sonrisa inevitable al escuchar el sobrenombre. Él me la devuelve con complicidad. Muerdo el interior de mi mejilla. Ese apodo. Me llama así porque sabe que lo detesto. Pero a veces… a veces lo amo. Me hace sentir distinta, como si no fuera yo. Como si pudiera ser otra persona. Una versión que no siente tanto, que no teme tanto. Pero no importa cuánto me esfuerce… siempre soy yo. Y eso, aunque duela, no va a cambiar. Salgo de la dirección y del establecimiento por mis queridos atajos. Conozco cada rincón, cada esquina donde el silencio reina, donde puedo ser invisible. Me dirijo hacia la escuela de los chicos, y cuando llego, me reciben con entusiasmo. Sin quejas. Cero dramas. Y eso… eso es nuevo. Pero me hace feliz. Son sus risas las que me devuelven un pedacito de paz. Nos vamos juntos, entre bromas de niños, entre tonterías dichas con voz chillona, entre pequeñas carreras por los pasillos de tierra y sombra. Al llegar a casa, los mando directo a bañarse y yo me encargo del almuerzo. La rutina. Lo simple. Lo seguro. Y por un momento… me permito respirar. —¿Ya está la comida? —preguntan los gemelos al mismo tiempo, apareciendo en la cocina como dos torbellinos ya bañados, con el cabello aún húmedo y olor a jabón. —Obvio… ¿con quién creen que están hablando, pequeños? —respondo con tono egocéntrico, alzando una ceja con fingida arrogancia mientras cruzo los brazos, lo que provoca una carcajada simultánea en ambos. —Buen punto, nena —dice Eder, con esa sonrisa que me derrite el alma, y no puedo evitar sonreír enternecida al verlo. —Sabes que los amo, ¿verdad? —comento con un pequeño puchero, ese gesto que uso cuando quiero que se queden tranquilos, cuando necesito que entiendan sin palabras cuánto significan para mí. Ellos me miran y sonríen como si no hiciera falta que lo dijera, como si lo supieran de sobra… pero igual les gusta escucharlo. —Quielo helado, Zo —pide Edel, inflando las mejillas con un puchero perfecto, como si creyera que podía manipularme con esa carita. Y, para ser honesta… puede. Siempre puede. —Te lo daré solo si te terminas todo el almuerzo —le propongo con una sonrisa cómplice, señalándolo con la cuchara que tengo en la mano. Él frunce el ceño un segundo, pensativo, como si estuviera negociando internamente entre su deseo de helado y el esfuerzo que implica comer todo. Pero su expresión cambia rápidamente al imaginar el premio. Asiente entusiasmado, tan enérgico como siempre, como si acabara de ganar una competencia importante. Nos dirigimos al comedor, uno de mis lugares favoritos de la casa, no por el espacio, sino por los recuerdos que guarda. Ese lugar donde todavía vivimos entre risas, incluso cuando el mundo afuera se vuelve gris. Nos sentamos y comenzamos a merendar. Hay algo en ese momento que me hace sentir… viva. Escucharlos hablar al mismo tiempo, interrumpirse con historias absurdas, contarse secretos de escuela como si fueran las cosas más importantes del planeta, me llena el corazón. Hablan de lo que hacen, de lo que dicen sus compañeros, de la maestra que hoy los regañó por reírse durante la clase de ciencias. Yo los escucho mientras reparto la comida, sirviendo con cuidado, asegurándome de que cada uno tenga lo justo y más. No porque me lo pidan, sino porque me gusta consentirlos, porque en esta casa el amor se demuestra también con cucharadas generosas y platos llenos. Las risas van y vienen como olas suaves. Me relajo un poco, olvidando por un instante a los Brooks, al director, al maldito presentimiento que aún se aferra a mi pecho. Aquí, en esta mesa, soy solo Zoé. La hermana mayor. La que cocina. La que ama con una intensidad que nadie entendería desde fuera. Y mientras los veo comer, me prometo una vez más que voy a protegerlos… cueste lo que cueste. ( • • • ) Descanso en mi cama, rendida, con el cuerpo aún tibio y relajado por la ducha que me di hace apenas unos minutos. El vapor todavía parece abrazar mis músculos, envolviéndome en esa sensación de paz momentánea que pocas veces puedo permitirme. Con movimientos lentos, masajeo mi cuello, sintiendo cómo la tensión acumulada se disuelve poco a poco. El día ha sido largo… interminable, pesado como una mochila cargada de piedras. Las emociones, las miradas, las palabras no dichas… todo pesa. Me froto los hombros mientras dejo escapar un suspiro lento. —¡Gracias, Dios! —exclamo, mirando al techo con una sonrisa genuina, aunque agotada—. Esos niños sí que tienen batería —agrego entre risas, negando suavemente con la cabeza mientras me dejo caer completamente sobre el colchón. Cierro los ojos por un instante. La oscuridad tras mis párpados es reconfortante. En mi interior, una voz suave me recuerda que todo esto, algún día, acabará. Y yo lo creo. Tengo fe en Dios, fe en que este tormento terminará algún día. Todo lo que hago es por ellos, por nosotros. Me estiro un poco y tomo el celular que tengo al alcance, desbloqueándolo con rapidez para entrar a la galería. Busco una imagen entre cientos hasta que por fin la encuentro. Ahí estamos: Peter y yo. Solo nosotros dos. Al verla, sonrío con nostalgia. Mis dedos rozan la pantalla como si pudiera tocarlo a través de ella, como si pudiera traerlo de vuelta, aunque sea por unos segundos. Algún día todo este infierno terminará. Lo repito como un mantra silencioso. Algún día, para los cinco. Para los gemelos. Para ellos. Para mí. Y ese día se acerca. Lo estoy logrando, paso a paso, aunque a veces me sienta rota. Cierro los ojos mientras una lágrima solitaria resbala por mi mejilla. No es tristeza, no completamente. Es cansancio, sí, pero también es una mezcla de esperanza y necesidad de soltar todo lo que llevo dentro. Me limpio con el dorso de la mano, decidida a seguir adelante. Solo tengo que ser astuta. Miro de nuevo el celular, ahora enfocada en la bandeja de entrada. Revisando sin mucho ánimo, un mensaje llama mi atención. Lo leo con detenimiento, y aunque no dice mucho, me deja una extraña sensación. Confirmo que fue enviado y decido dejar lo demás en pausa por hoy. No tengo fuerzas para seguir indagando. Ya habrá tiempo. Pasan algunos minutos. Estoy entre el sueño y la conciencia, flotando en ese punto intermedio donde la realidad se distorsiona. Casi me duermo cuando el sonido agudo del celular rompe el silencio de la habitación. Gruño. Lo agarro con fastidio y veo la pantalla: Número desconocido. —¡Joder! ¿Quién carajo será? —murmuro con molestia, entrecerrando los ojos al ver la hora—. ¡Es media noche! ¿Cómo puede haber gente tan desconsiderada? Resoplo al ver que cuelgan antes de que pueda contestar. Dejo el teléfono sobre la mesita de noche, sin darle más importancia. Solo quiero dormir. —Creo que tardé en responder —digo entre risas suaves mientras me meto bajo las sábanas. La tela fría contrasta con el calor de mi piel. Solo uso ropa interior para dormir, así que el roce es aún más perceptible. Me acurruco como una gata agotada. Estoy a punto de caer de nuevo en ese descanso que tanto ansío… pero no. El maldito celular vuelve a sonar. Ahora sí me molesto de verdad. Con un movimiento brusco, atiendo la llamada. No me molesto en ocultar el fastidio que hay en mi voz. —¿Alo? —pregunto molesta, mientras paso mi mano libre por el rostro, como si pudiera sacudir el sueño. Suspiro pesadamente y bostezo sin poder evitarlo. Del otro lado, una voz desconocida responde, áspera, directa, sin ningún tipo de introducción. —En veinte minutos, atrás de la facultad. Me quedo en silencio por un segundo, procesando. Siento que la sangre me hierve, como si alguien acabara de tirar un balde de agua fría sobre mí. ¿Una broma? ¿En serio? ¿A esta hora? El enojo me consume, la rabia brota como un volcán en erupción. —¡Vete a hacer putas bromas a tus bolas! ¡Y deja a los demás dormir, idiota! —exclamo furiosa—. ¡No ando para tus bromas, imbécil de mierda! —grito antes de colgar con fuerza y dejar el teléfono de nuevo sobre la mesita de noche. Me acomodo entre las sábanas otra vez, aún murmurando por lo bajo. —Idiotas… dejen dormir a la gente en paz… —susurro para mí misma, con el cuerpo ya pesado, los ojos cerrándose lentamente mientras el sueño vuelve a arrastrarme, esta vez con más fuerza. Y así, entre el agotamiento y el eco de una llamada extraña, me hundo finalmente en un sueño inquieto… sabiendo, en el fondo, que algo está por cambiar. ( • • • ) Aventé la alarma con torpeza hacia un lado de la cama, logrando que por fin se apagara con un golpe seco. Ni siquiera abrí los ojos. —¿¡Por qué, Dios!? ¿¡Por qué tengo que levantarme tan temprano!? —me quejé al aire, con voz adormilada y los párpados todavía cerrados, abrazada a la calidez de mis sábanas como si pudieran protegerme de la cruel realidad. Y entonces, la paz se rompió. De la nada, un globo de agua cayó con precisión quirúrgica sobre mi rostro. Reventó con un splash frío y despiadado, empapándome la cara, el cuello y parte de la almohada. Me incorporé de un salto, sobresaltada y sin aliento. —¡Joder! ¡¿Qué fue eso?! —exclamé con voz ahogada, tosiendo mientras me pasaba las manos por la cara empapada. —¡Buenos días, helmanita! —canturreó Edel desde la puerta, con esa vocecita tan adorable como falsa. Su figura menuda salió corriendo a carcajadas por el pasillo, y junto a él, su cómplice: Eder. Ambos reían con una sonrisa de "yo no fui", como si no acabaran de mojarme como a un perro en plena tormenta. —¡Niños del demonio! —grité, pasando mis manos por el cabello mojado, sintiéndolo pesado, pegajoso, goteando. ¡Estaba empapada! Respiré hondo. Muy hondo. Me repetí en mi cabeza son tus hermanos, son tus hermanos, los amas... no los puedes matar. Aunque por dentro quería lanzarlos por la ventana y salir corriendo. A regañadientes me levanté de la cama, recogí el desastre que habían dejado atrás —ropa mojada, pedazos del globo, la almohada arruinada— y, ya resignada, tomé el móvil que tenía en la mesita de noche. Tres llamadas perdidas. Del mismo número que anoche. Fruncí el ceño, apreté los labios. —Idiota... con mi sueño no se juega —murmuré con fastidio mientras bloqueaba el número sin pensarlo dos veces—. Ya bastante tengo como para lidiar con bromas de desconocidos en la madrugada. ¿Quién, en sus cinco sentidos, aceptaría una cita con un desconocido... a medianoche... detrás de una facultad? ¡Por favor! Ni siquiera la Zoe más desesperada por aventuras haría eso. No es de gente normal, y menos aún de gente inteligente. Hay límites, y ese los sobrepasa por kilómetros. Tras la ducha, mi rutina siguió como de costumbre: preparé a los gemelos, los ayudé a vestirse, les alisé el cabello, hice el desayuno mientras ellos discutían por la última tostada y cantaban jingles de comerciales. Luego de comer juntos, los llevé a la escuela caminando, como siempre. El aire fresco de la mañana me despejaba mientras ellos reían y me hacían preguntas extrañas sobre el universo. Me despedí de ellos con un beso sonoro en la mejilla y una sonrisa cálida, no sin antes regañarlos dulcemente por el globo de agua. Aunque por dentro, ya se me había pasado el enojo. Siempre lo hacen. Saben cómo ganarse mi corazón otra vez. Luego me dirigí a la universidad, usando mis ya tradicionales atajos. Entré por la puerta trasera, esa que casi nadie usa, mientras rebuscaba en mi mochila con el ceño fruncido. —Dios… ¿dónde lo metí? —murmuré sin prestar atención al camino. Metí la mano hasta el fondo del bolso. Rebusqué entre carpetas, cuadernos, bolígrafos, envoltorios vacíos y hasta una barra de cereal que no recordaba tener ahí. Saqué algunos papeles arrugados, un libro... pero no el libro. El de la biblioteca. El que necesitaba devolver hoy. —No puede ser —resoplé mientras seguía caminando, sin levantar la vista, totalmente absorta en la búsqueda. Fue entonces cuando lo sentí. Un par de brazos fuertes me sujetaron de la cintura sin previo aviso, atrapándome con fuerza. Antes de que pudiera gritar, una mano tapó mi boca bruscamente. Me revolví con furia, dispuesta a soltarle un codazo a quien fuera el idiota que pensaba que podría agarrarme así sin consecuencias. ¿Qué clase de loco...? Pero justo cuando iba a defenderme, la persona me giró con fuerza hacia uno de los salones viejos, abandonados desde hace tiempo cerca de la entrada trasera. Mi cuerpo se tensó al reconocer la dirección... y entonces, me congelé. Me detuve en seco cuando mis ojos se cruzaron con los de la persona que estaba frente a mí. Y lo que vi... me quitó el aliento.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD