Vania Isabel
—Creo que si he estado aquí —Răzvan detiene sus pasos y ladea la cabeza.
—¿Segura?
Paso la mirada por el páramo. A la distancia se pueden ver tres picos elevados. Y los ubico de inmediato como la triada de los Mirlos, cuyo nombre se debe a la gran cantidad de esas aves que habitan por los lares. El terreno más cercano está cubierto por montones de flores silvestres, hay mucho verde, blanco, azul, rojo y naranja, mezclado en aquel mar de vida. Las catarinas pasan volando, seguidas de abejas y abejorros que zumban con fuerza. No hay duda de que he estado aquí con mis hermanos y papá, en nuestras tardes de exploración cuando éramos pequeños y él nos enseñaba a conocer el bosque.
—Por haya debe haber un arce con el tronco más torcido que jamás hayas visto —le digo. Y entonces, veo la derrota reflejada en su rostro.
—Un árbol con una copa tan baja que puede ocultar a una persona —comenta con los hombros alzados.
—Claro, siempre y cuando no sea invierno. O solo estarás rodeado de ramas peligrosamente puntiagudas —hecho a andar hacia el arce. En esta época del año, estar bajo un árbol es algo agradable. No solo por el aroma delicioso, sino por la sombra fresca y la privacidad que confiere. Y lo digo porque ese árbol en particular, es una obra graciosa de la naturaleza. Achaparrado y sobre un terreno a desnivel, y con las ramas caída, se ve más como una casita de duende, que como un árbol—. Vamos, no queremos que los de la manada nos vean por aquí —retengo el aire al darme cuenta de lo que he dicho.
—Lo sé —dice Răzvan y camina para estar a mi lado—, me la he pasado evitándolos. Arriba de las ramas, oculto. Los he visto pasar, algunos captan mi aroma pero creo se lo atribuyen a un corzo muerto.
Me siento mal por imaginarlo arriba en la copa de los árboles, intentando pasar desapercibido, o más bien, intentando parecer inexistente.
Seguimos avanzando, y me permite entrar primero bajo el arce. Las hojas acarician mis mejillas y algunas se enredan en mi cabello, pero cuando trato de quitarlas, mis dedos chocan con los de él, que con un movimiento lento, las quita con cuidado.
—Gracias…—digo y me giro para que no se dé cuenta del ligero tono rosado que seguramente tengo.
Bajo el arce hay musgo, pero está muy pegado al troco, se ve como una coronilla, o un cojín esponjoso. Y el resto del suelo está tapizado por un extenso montón de hierba verde y fina. Pasto silvestre en general, y uno que otro manchón de florecillas blancas. No me pasa desapercibido que cuando Răzvan entra y se sienta una distancia considerable de mí, un par de mariposas salen huyendo, y los pocos insectos que había se desplazan para subir por el rugoso y grueso tronco del arce.
—Están huyendo —murmuro, pero él es capaz de escucharlo, y con reticencia baja la cabeza.
—Es porque lo saben.
—¿Saber qué?
—Qué yo solo traigo muerte.
Sus palabras hacen mella en mí, me dejan con una sensación de tristeza y dolor. A pesar de su expresión que imita a una persona impávida, creo ver que en realidad, eso le molesta, y que al igual que a mí, lo lastima. Solo que no puedo ni imaginar hasta qué punto le duele.
Carraspeo solo para intentar no ahondar más en sus palabras. Es mejor cambiar la dirección de la conversación y llevarla por un lugar menos doloroso.
—¿Responderás mis preguntas? Si conozco el lugar. Gané.
—¿Sí recuerdas que te propuse? —una sonrisa aparece en sus labios, eso me hace sentir más cómoda y menos preocupada.
—Claro.
—¿Puedes repetirlo?
Lo pienso un momento, y entonces digo— “Sí es un lugar que ya conoces responderé tus preguntas, pero no lo hare si no revelo información muy comprometedora”.
Nuestras miradas se cruzan y veo la expresión divertida en su rostro. Mueve su cabeza en señal de negación y entonces me corrige.
—Lo que yo dije fue: Sí es un lugar que ya conoces no responderé a tus preguntas, pero lo hare solo si no me hace revelar información muy comprometedora.
Mi cabeza recibe la corrección con lentitud, y no me enfado hasta que el “no responderé” y el “Sí es un lugar que conoces” se unen y me hacen ver mi terrible error.
—¡Eres un mentiroso! ¡Embaucador! —grito otro par de palabras ininteligibles mientras busco con las manos y la mirada algo para arrojarle. Me manipuló y yo fui tan tonta como para no notarlo. Y en un instante, encuentro una piedrecilla blanca que le arrojo con fuerza—. ¡Timador!
Yo espero a que él se mueva, que use esa velocidad que tiene y esquive el impacto. Pero no lo hace, y por el contrario se queda quieto. Ni siquiera cierra los ojos cuando la piedra le da en la frente. Un golpe resuena y me doy cuenta de que en verdad la he lanzado con fuerza
—¡Răzvan! —grito su nombre alarmada y contrariada por lo que acaba de pasar. Y entonces, el sentimiento de culpa me corroe y sin saber muy bien que hacer, salvo intentar remediar mi error, me acerco a él a toda prisa, arrastrando las rodillas y manchándolas con tierra. Paso mi mano por su frente, intentando calmar el dolor que seguramente tiene—. Lo siento, lo siento. No quería golpearte en serio. Bueno, sí quería, pero pensé que lo esquivarías, ¿estás bien? ¿Te lastimé? —bajo mi rostro. Con una mano toco su frente y con la otra levanto su barbilla para mirarle. Es muy tarde para cuando me doy cuenta de la posición tan comprometedora en la que estamos. Si mi inclinase…podría besarlo, y no ayuda mucho ver su expresión anonadada y su ojos fijos en los míos. En los cuales, por un breve instante logro ver un brillo oculto, como si mil estrellas se agolparan en ellos para refulgir con impaciencia.
Para cuando los dos nos damos cuenta de que sí no nos separamos esto acabara mal, yo ya estoy lanzándome al otro lado y él está girándose mientras se tapa las orejas. Y por el rabillo del ojo, puedo ver un color rojo en ellas, un tono carmesí que mancha las puntas de sus orejas. ¿Tiene vergüenza? Sé que la respuesta es sí, pero en todo caso, puede que yo este peor. Vergüenza y deseo, eso es lo que siento en este momento.
—¿Querías…—dice luego de un par de minutos en silencio—. Saber sobre los hijos de la noche?
—Sí —tartamudeo y me siento como una niña pequeña—. ¿Eso si puedes decírmelo?
—Sí —suelta abruptamente.
Nos tomamos otro par de segundos, entonces me enderezo en mi lugar y el hace lo propio. Toma aliento y se gira para darme la cara, pero no me mira a los ojos. Y al no sentir el peso de sus ojos sobre mí, me siento bien con mirarle yo directamente a él, además…Hay algo en su forma de responder a mi mirada que me hace sentir claramente triunfante.
—Como ya te he dicho, los hijos de la noche son un castigo.
Me permito interrumpirlo— ¿Esto es como una historia de terror?
—Todo indica que sí. Así que no me culpes si tienes pesadillas.
Suelto una carcajada.
—Eso de por sí ya es tu culpa.
Răzvan
No puedo evitar dejar escapar una media sonrisa. Hay muchas cosas que son mi culpa, y verla así, culpándome, pero con esa expresión hermosa y aquella sonrisa que me mata, no puedo evitar mostrarme como lo que soy, un crío enamorado.
—Pon mucha atención, no voy a repetir esta historia —digo a modo de broma, pero ella asiente con determinación. ¿No ha notado mi tono sarcástico? ¿Por qué está entornando los ojos? ¿Por qué me mira directamente? No puedo, no puedo soportar su mirada así, me pone nervioso —¿Podrías mirar a otro lado?
—Dijiste que debo prestar atención.
—No me refería a algo así.
—¿Por qué no quieres que te mire? —se cruza de brazos y ladea la cabeza, apenas y puedo mirarla un par de segundos sin que sienta que las orejas se me vuelven a poner coloradas. ¿Es que acaso no sabe lo hermosa que es? ¿O lo sabe y se jacta burlándose así de mí? —¿Te molesta?
—No…
—¿Entonces?
No voy a poder con esta chica. Será mejor contarle la historia y dejar que cuando se distraiga sus ojos se aparten de mí.
—Los hijos de la noche…—comienzo y ella se rodea las rodillas atenta a cualquier movimiento, gesto o palabra que diga—. Son un castigo cruel. Hace muchos años, un hombre llamado Yehûdâh fue tentando por aquel que vive en las tinieblas, la serpiente que se arrastró hasta Edén para tentar a Eva. Aquel mentiroso engatuso a Yehûdâh, le prometió riquezas, poder y una vida libre de dolor. Le dijo que solo tenía que entregar al hijo unigénito. Solo era un beso en la mejilla, o eso creía él. Hasta que los actos de su traición fueron la piedra que culminó en la lapidación y crucifixión del elegido. Y a pesar de que estaba contemplado aquel dolor, lo que lastimo y quebró el amor del gran padre, fue que Yehûdâh no busco redención, y por el contrario, buscó un escape fácil. Salió al desierto, clamando no el nombre de su padre, si no el nombre de la serpiente. Y la desesperación llevo a los límites a Yehûdâh, que ofreció lo que no podía dar a cambio de los regalos que la serpiente le prometió. Entonces, cuando está se le apareció, le dijo que había una sola cosa que podía hacer: “Tu amado padre te ha abandonado, te negará la entrada al eterno descanso que buscas, jamás lo tendrás. Y solo te quedara danzar hasta que te sangres los pies, cantar hasta que te quedes sin voz, y llorar hasta que tus lágrimas se vuelvan rocas saladas. Será tu castigo, tu penitencia por haber traicionado al hijo de Dios. ¿Quieres que te libere? ¿Quieres que te de otro camino? ¿Uno menos doloroso?” Yehûdâh se arrodilló ante él y le juro hacer lo que fuera. “Entonces ve y cuélgate de aquel árbol”. Hubo duda en él hombre, pero su miedo profundo lo hizo acceder. Se quitó la vida, otro pecado más a su larga lista. Su cuerpo mortal murió, pero su alma regresó, ya que no había cabida para él en el paraíso prometido. Y al volver, la serpiente lo tomó y lo puso en rocas del desierto, rocas que tomaban el calor del día y el frío de la noche. Rocas sin vida, vacías… Yehûdâh tomó forma nueva, un cuerpo falso con aparente apariencia humana. Pero un trato con la serpiente solo le traerá beneficio a ella. “¿Qué me has hecho?” Bramó Yehûdâh en cuanto se dio cuenta del error en que estaba. La serpiente no le daba el regalo que esperaba, le daba un castigo mucho peor. “Yehûdâh el traidor, así serás conocido. ¿Sabes que las rocas al final se vuelven polvo erosionado por el tiempo? Traidor, tu vida será extensa, larga y dolorosa. ¿Quiere saber cómo evitar que duela tanto?” Pero Yehûdâh no quería dolor, otro error suyo fue decírselo a la serpiente. Confesarle tus miedos le da una ventaja mayor sobre ti, y la desesperación es la llave que el necesita para encerrarte en su juego. “No quieres que duela, bien. Harás algo por mí y te daré ciertos beneficios.” La serpiente odiaba desde siempre a la creación de su padre. Sus celos habían sido la causa de su expulsión, así que no había más placer para ella que verlos sufrir. “Tomarás la vida de los hijos sagrados. Y esa vida se te otorgara a ti, así es como podrás escapar a tu inminente destino de ser polvo. Recuérdalo Yehûdâh el traidor, polvo eres y al polvo volverás. Pero has como dictan mis palabras y te salvarás. Y en cuanto a mis regalos, los descubrirás por tu cuenta.” Y así lo hizo Yehûdâh, cumpliendo los designios de la serpiente, el gran mentiroso. El castigo que nos hizo a nosotros, los hijos de la noche, fue el pecado de un mortal. Yehûdâh tomó la vida de cientos, de miles… de incontables pueblos. Y al hacerlo su fuerza se incrementó. Y tras sesenta y seis años la serpiente volvió a él con otro designio. “Traerás al mundo más como tú” y le entrego una mujer por compañera, pero no cualquier mujer. Era una bruja, la primera de su estirpe, la primera en intercambiar su vientre mortal por el poder de las tinieblas. Vinieron al mundo trece hijos —Suspiro con tristeza—. Yo y otros que son igual a mí, provenimos de esa estirpe maldita.
—Răzvan…
Ofelia susurra mi nombre con ternura. Tengo miedo de mirarla, pero lo hago. Y lo que encuentro en sus ojos es una expresión de antaño. Un entendimiento profundo por su parte, no hay miedo, no hay repulsión. ¿Qué no nota el monstruo que soy? No me teme como debería. Y su brillante iris está sujeto a una visión del pasado. Una dulce Ofelia que escuchó de la misma forma atenta esta historia, la historia de mi linaje. Una dulce Ofelia que me entrega su confianza, y tal vez, algo más, algo que nunca debí de merecer.
—No me mires así…—le suplico.
—No es lastima —me explica pero es algo que ya sé. Ella jamás tendría lástima.
—Lo sé.
—¿Odias lo que eres?
¿Qué si lo odio? Lo que siento por mí va más allá. Si fuera un hombre, uno mortal, o alguien como ella. Podría estar a su lado sin temor. Podría sentir que la merezco, que puedo darle el amor que siento. Pero soy un hijo de la noche, y eso no lo puedo cambiar ni con mi propia vida, sí es que lo que tengo se puede llamar vida.
—Lo odio —respondo al fin.
Ofelia suspira e inclina su cuerpo en mi dirección.
—Yo no te odio.
—Es porque aún no me conoces.
—O porque aún no lo recuerdo. Y sí ese es el caso, entonces ayúdame a hacerlo.
—¿Ayudarte a que me odies?
—No. Ayudarme a que te recuerde.
No creo que lo que este en esos recuerdos le guste, no del todo. No cuando sepa la verdad.
—No quiero hacerlo —confieso y veo la molestia en su rostro.
—Tienes miedo, ¿cierto?
No le voy a mentir —Sí, tengo miedo.
—¿A que le temes, Răzvan? —baja sus manos a la hierba y comienza a sacar trocitos de la misma con los dedos—. ¿A que de verdad llegue a odiarte?
Mi labio inferior tiembla sin que pueda controlarlo. Claro que tengo miedo a que llegue a odiarme… Pero hay algo que temo aún más.
—O…—abre sus labios y clava los ojos en una pequeña flor que ha tomado—. A que llegue a amarte otra vez.
Quedo en blanco, lo ha dicho. Sí ella vuelve a amarme, siento que todo va a terminar igual. Su vida en riesgo a causa de mí, y en el peor de los casos…Su muerte.
—¿A que le temes? —quiere una respuesta. Una que no puedo darle sin revelar mis deseos, los mismos que lucho por enterrar—. Sabes una cosa, Răzvan, no soy ciega. Sé que estás tratando de ocultarlo. Le he dado un par vueltas al asunto, y no me pasa por alto tu reacción a la primera vez que me viste. No me pasa por alto que en mis sueños —se muerde los labios y se corrige—, mis recuerdos, parece que tú…Que tú…—no puede decirlo.
—Que yo te amo.
Y lo dije. Levanta su mirada asombrada y yo se la sostengo, quiero trasmitirle todo. Quiero gritárselo, que la amo, que siempre la amaré, que no importa que pasen mil años, siempre será ella. Quiero decirle que tengo miedo, que me odio por ser débil, y por no poder mantenerme alejado de su vida. Y mientras pienso en todo eso, mi cuerpo se mueve por su cuenta, acercándome despacio, sin decir una sola palabra, sin dejar de mirarla. Tomo la flor de sus manos y la coloco detrás de su oreja, y sin vergüenza tomo entre mis dedos los mechones del cabello que se escapan de su trenza. Entonces Ofelia cierra sus ojos y yo paso mis dedos por sus pestañas, y sus mejillas. Ella suspira, y se queda quieta.
—Răzvan —susurra mi nombre, y yo siento que lo hace porque intenta aferrarse a algo, ¿a mí? ¿A sus recuerdos?
—Estoy aquí —deposito un beso en su frente y la estrecho en mis brazos. Soy débil, sí. Pero cambiaría todo por tenerla así conmigo para siempre. Bajo este árbol torcido, alejado de todos, ocultos. Sí tan solo pudiera c******r esto para siempre, si tan solo hubiera podido protegerla.
Siento sus manos sobre mi pecho. Delicadas, cálidas. Su respiración suave, su aroma dulce.
—Tienes que decírmelo —me pide mientras se estrecha más a mí—. No quiero estar con la sensación de que hay un hueco enorme en mi vida. Uno que te corresponde a ti. No quiero que este vacío. Quiero saberlo.
—¿Por qué no te que quedas solo con esto? —cierro los ojos e imagino que estamos de vuelta en Lucelence, nuestro lugar favorito, lo que debió ser nuestro hogar. Donde podíamos ser lo que quisiéramos. Solo un par de enamorados, una pareja normal, con una vida normal. Pero la normalidad no es un lujo del que pueda gozar.
—Porque esto no es un inicio, es una continuación. ¿Cómo voy a continuarla si no se ni por dónde empieza?
Me separo de ella a sabiendas de lo que diré será cruel — ¿Y si yo no quiero que continúe?
Me preparé para su expresión, para que no me doliera. Pero al verla, ver sus ojos abiertos con asombro, su labio inferior rosado y temblando, no puedo evitar desear haberme cortado una mano antes que decirle aquello.
—¿Eso quieres de verdad?
Asiento demasiado pronto.
—Eres un mentiroso, Răzvan —me señala con un dedo— eso no es lo que quieres, y tampoco es lo que yo quiero. Bien… No me lo digas, pero ten por seguro que en algún momento voy a recordarlo.
Cierro los ojos y ruego para que jamás lo haga.
—Ahora dime algo —pide y termina con la sensación agónica que siento—, sobre la historia de los hijos de la noche, ¿a qué se refiere con tomar la vida de los hijos sagrados? ¿Es literal? ¿Matarlos?
Me voy a ver como el monstruo que soy, pero esa pregunta me podrá permitir asustarla, y quizá con eso, lograr que se dé cuenta que debe alejarse de mi tanto como pueda.
—Sí —ella traga gordo y puedo notar el nerviosismo—. Pero no es una muerte tranquila. Deben…Debemos tomar la vida de su sangre.
—¿Sangre? —abre los ojos como platos y la veo clavarse la uñas en las rodillas.
—Drenarla. La sangre es un flujo de vida, lo que corre en ella contiene esa esencia. Lo he pensado y me parece que es una especie de blasfemia.
—¿Blasfemia a qué?
—El hijo de Dios derramo su sangre para la salvación del mundo. Y la serpiente le pidió a Yehûdâh tomarla toda, no dejar que una sola gota se derramara.
—Eso es muy cruel…—Ofelia tiene la mirada perdida. Seguramente está recreando en su cabeza las imágenes frenéticas de un ataque así.
—Lo es.
Hay un silencio, un silencio que solo es acompañado por el viento que agita las hojas del arce.
—¿Tú lo has hecho?
—Deberías saberlo —un gesto brusco se le forma en el rostro—. Las vidas largas de los hijos de la noche se deben a las vidas robadas.
La veo cohibirse y fruncir los labios.
—Sí uno de nosotros —explico— toma la sangre de un mortal, los años que este hubiera vivido se le suman. Es lo más cercano a algo que no existe, la inmortalidad.
—¿Cuántos años…—le cuesta trabajo articular palabra—. Dices que tienes?
—Bastantes —repito la misma respuesta que le di antes.
Niega con la cabeza.
—¿Cuántas vidas has tomado?
Lo pienso antes de responder.
—Dos.