UNA PROPUESTA

924 Words
Valeria se va antes de que amanezca. No la acompaño hasta la puerta. Escucho el sonido distante de sus pasos deslizándose por el pasillo, el cierre suave, casi respetuoso, y luego el motor alejándose por el camino privado que rodea la casa. No miro el reloj. No necesito hacerlo. Todo ocurre como siempre: sin despedidas, sin palabras, sin restos que recoger. La mansión vuelve a quedar en silencio, intacta, ordenada. Ninguna huella visible. Ningún rastro que justifique detenerse a pensar. Me ducho con agua fría. No por disciplina, sino por costumbre. El chorro golpea la piel con una intensidad que despeja, que corta, que devuelve foco. Me visto sin apuro, siguiendo el mismo ritual de cada mañana: traje oscuro, camisa clara, gemelos ajustados con precisión. Frente al espejo, la imagen es la de siempre. Postura firme. Expresión neutra. Control absoluto. Nada en mi rostro delata la noche anterior. Nada debería hacerlo. La vida no deja marcas cuando uno sabe cómo pasarle por encima. Desayuno solo. Café n***o, amargo, sin distracciones. Reviso mentalmente la agenda del día mientras la ciudad comienza a moverse al otro lado de los ventanales. Llamadas, reuniones, decisiones que esperan ser tomadas. Todo sigue su curso. Yo también. Cuando salgo de la mansión, el día ya está en marcha. El tráfico avanza con su ritmo calculable, las avenidas se llenan, los edificios despiertan. Guerra Enterprises se alza frente a mí con su habitual precisión: vidrio, acero, líneas limpias que no admiten errores ni improvisaciones. El edificio impone desde lejos, pero yo no necesito que lo haga por mí. Entro con paso firme, mirada al frente, silencio exacto. Nada cambió. O eso parece. El lobby responde como siempre. Voces que bajan de volumen apenas cruzo las puertas, miradas que se enderezan, cuerpos que se abren a mi paso sin que nadie lo ordene. No saludo de más. No me detengo. El ascensor privado me lleva directo al último piso. El ascenso es rápido, silencioso, familiar. Un trayecto aprendido. —Buenos días, señor Guerra. Anna está en su lugar, impecable como siempre. Pelirroja, ojos verdes atentos, cada gesto medido al milímetro. —Buenos días —respondo. —El señor Steiger está esperando —informa—. Llegó hace unos minutos. Dice que es importante. Asiento sin preguntar nada más. Steiger. Entro a la sala de reuniones sin cambiar el ritmo. Nikolai Steiger se pone de pie al verme. Viste impecable, como corresponde, pero hay algo distinto en su postura. No es inseguridad. Es urgencia contenida, la tensión de quien necesita algo y sabe que no puede exigirlo. —Gracias por recibirme tan pronto, Matías —dice. —Adelante —respondo, señalando la mesa. Se sienta frente a mí y apoya las manos sobre la madera oscura, entrelazando los dedos. El gesto es cuidadoso, casi calculado, como el de alguien que se prepara para pedir algo que necesita más de lo que quisiera admitir. —He estado pensando en cómo optimizar nuestra colaboración —comienza—. Los acuerdos que firmamos ayer son sólidos, pero la distancia operativa puede entorpecer ciertas decisiones. Hay procesos que podrían agilizarse. Lo escucho sin interrumpirlo. Sin asentir. Sin reaccionar. Mi atención está ahí, pero mi expresión no se mueve. —Dasha —continúa— tiene una visión clara del negocio. Conoce los números, las proyecciones, los riesgos. Creo que sería beneficioso que trabajara más cerca de tu equipo. Aquí. Levanto la vista apenas, lo justo para marcar el peso de la palabra. —¿Aquí? —repito. —Una oficina en Guerra Enterprises —dice—. Nada permanente, si no lo deseas. Solo un espacio desde donde podamos coordinar mejor. Reducir tiempos. Evitar intermediarios innecesarios. Interesante. No por el negocio. Por el nombre. Dasha. Mantengo la expresión neutra. Fría. Profesional. —Guerra Enterprises no suele ceder espacios sin una razón clara —respondo—. Menos aún a terceros. —No sería una tercera —replica—. Sería una socia operativa. Temporal. Estratégica. Cruzo los dedos con calma, apoyándolos sobre la mesa. No pienso en el vestido rojo. No pienso en la noche anterior. No pienso en nada que no sea conveniente pensar. —¿Ella sabe de esta propuesta? —pregunto. Steiger duda apenas un segundo. Es un gesto mínimo, casi imperceptible, pero lo veo. —Sí —dice—. Está de acuerdo. Ese segundo cuenta. Siempre cuentan. —¿Y dónde estaría exactamente esta oficina? —pregunto. —Cerca del área financiera —responde—. Donde pueda trabajar con tu equipo sin interferencias. Asiento lentamente, como quien procesa una variable nueva dentro de un sistema que ya conoce. —Lo consideraré —digo—. Tendré que evaluar impacto, confidencialidad, protocolos internos. —Por supuesto —responde, aliviado—. Aprecio que lo contemples. Me pongo de pie, dando por terminada la reunión. Steiger me imita. —Te daré una respuesta hoy —agrego. Nos damos la mano. Firme. Correcta. Sin exceso. Cuando sale, vuelvo a quedarme solo en la sala. El silencio regresa con naturalidad. Me acerco al ventanal y observo la ciudad extendiéndose a mis pies: contratos que se cierran, decisiones que se ejecutan, estructuras que obedecen. Todo bajo control. Y, sin embargo, una idea se instala con una claridad incómoda. Dasha Steiger. Aquí. Todos los días. No sonrío. No frunzo el ceño. Solo acepto el hecho. Tal vez no lo planeé así. Tal vez no lo pedí. Pero si va a entrar en mi territorio, lo hará bajo mis reglas. Y esta vez… no pienso dejarla ir tan fácilmente.
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