POSEER

889 Words
Salgo del bar con el cuerpo tenso y la mandíbula apretada, como si caminar exigiera un esfuerzo que no debería necesitar. No miro atrás. No necesito hacerlo. El aire nocturno de Miami me golpea el rostro apenas cruzo la puerta, húmedo, pesado, cargado de música ajena y conversaciones que no me pertenecen. La ciudad sigue funcionando sin mí, indiferente, mientras algo dentro de mí queda mal cerrado, torcido, incompleto. No es deseo insatisfecho. Es control interrumpido, y eso para mi es peor. Subo al auto sin prisa y marco un número desde la memoria, no desde la agenda. No hace falta preguntar si está despierta. Valeria atiende al segundo tono, como siempre. —¿Dónde estás? —pregunto. Su voz llega rápido, tensa, expectante. —Veinte minutos —digo—. Prepárate. Corto, e inmediatamente conduzco hacia el sur dejando atrás luces, bares, risas que no me importan. El trayecto es automático, repetido tantas veces que ya no requiere pensamiento. Mis manos sostienen el volante con firmeza; mi mente está en otro lugar. No pienso en Valeria. No es necesario. Pienso en la presión que todavía me aprieta el pecho, en la necesidad de imponerme, de tomar algo sin resistencia, de borrar una negativa que no debería haber existido. Valeria espera cuando llego. Siempre espera. La puerta se abre antes de que toque. Está vestida para gustar, para ofrecerse, para ser usada como lo hizo antes. La luz del interior resbala por su cuerpo como una confirmación silenciosa. No hay sorpresa en su rostro, solo expectativa. Me observa intentando adivinar qué quiere de ella esta vez. No dice nada. Yo tampoco. No hablamos. No hace falta. Se sube al auto sin preguntas, sin condiciones. El motor arranca y el silencio se instala entre nosotros, espeso, familiar. Solo se escucha el tráfico lejano y su respiración contenida. Sé que intenta leerme, anticipar, adaptarse. Todas lo hacen. Ninguna importa. La mansión aparece al final del camino privado, imponente, cerrada al mundo. Mármol, cristal, acero. Líneas limpias, frías, perfectas. Un lugar pensado para aislar, para que nada interfiera. Las puertas se abren y se cierran con la misma exactitud con la que cierro tratos. Aquí todo obedece. Entramos rápidamente. El interior es amplio, frío como yo, calculado hasta el último detalle. Techos altos, arte caro sin alma, ventanales que muestran la ciudad como algo distante. Valeria se detiene un segundo, como siempre, observando lo que cree que representa. Yo sigo avanzando. Dejo las llaves sobre la consola. Me quito la chaqueta. Aflojo los gemelos con lentitud, a propósito. Siento su presencia acercarse, la espera tensa en cada paso. No la beso. No la abrazo. La tomo por la cintura y la hago mía desde el primer gesto, sin rodeos, sin permiso. La coloco donde quiero, la giro, la empujo con la firmeza de quien no pregunta. Su cuerpo responde de inmediato, dócil, entrenado para hacerlo. La poseo sin mirarla, marcando el ritmo, dejando claro quién dirige. No hay cuidado. No hay ternura. Solo intención. La llevo escaleras arriba sin cruzar miradas. No las necesito y ella lo sabe. El dormitorio es amplio, sobrio, dominado por una cama que no invita a quedarse, solo a ser usada. La luz es baja, calculada. El ambiente exacto para no pensar, para reducirlo todo a cuerpo y dominio. La hago mia desde el primer segundo. No la toco para conocerla; la toco para usarla, para saciarme. Mis manos aprietan, sostienen, marcan territorio. La muevo, y me hundo en ella como se toma algo que me pertenece, descargo en ella lo que no pude imponer en otro lugar. No hay palabras. No hacen falta. Todo es cuerpo contra cuerpo, respiraciones cortadas, presión acumulada buscando salida. No pienso en su nombre. No pienso en su rostro. Pienso en control. Valeria se aferra, se adapta, intenta seguirme. Busca algo más, algo que no existe. No lo tendrá. Nunca lo tienen. Para mí es solo un medio para silenciar lo que no quiero sentir, un cuerpo sobre el que ejercer dominio cuando el mundo no obedece. Cuando caigo exhausto, cuando mi sed se sacia, me aparto primero. Me levanto de la cama sin mirarla, voy al baño, tomo una botella de agua y bebo largo. El frío baja por la garganta, pero no limpia nada. Valeria permanece donde está, respirando agitada, esperando algo que no llega. Una palabra. Un gesto. Una señal. No hay conversación posterior. No hay caricias. Nunca las hubo. —Puedes quedarte —digo, sin volverme—. El auto te llevará por la mañana. Asiente. Agradece. Siempre agradecen. Sin más, me marcho cerrando la puerta del dormitorio con suavidad. El pasillo está en silencio. La casa también. Camino hasta el ventanal del piso superior y observo la ciudad extendiéndose frente a mí, brillante, distante, ajena. Nada cambió. Y aun así, algo sigue fuera de lugar. No fue suficiente. El cuerpo respondió, la rutina se cumplió, la poseí como siempre… y aun así la incomodidad persiste. No es deseo. No es culpa. Es algo nuevo, peligroso. Porque, sin pedir permiso, una imagen vuelve. Un vestido rojo. Una mirada que no bajó. Una mujer que no se dejó tomar. Aprieto la mandíbula. Esto no debería importarme. Y, sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, entiendo que no fue el cuerpo lo que quise poseer… sino la voluntad.
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