FRUSTRACION

1230 Words
No me preparo para una cita porque esto no lo es. Nunca lo es. Me preparo como siempre que tengo un objetivo claro: con precisión, con frialdad, con la seguridad de que el resultado depende únicamente de mí. Dasha Steiger no ocupa un lugar especial en mi cabeza. No todavía. Es una meta más, una mujer que terminará en mi cama como han terminado todas las demás. No hay emoción involucrada. No la necesito. No la busco. La espero. Eso es lo que me digo mientras me visto. Traje oscuro, camisa negra abierta apenas en el cuello, sin corbata. No necesito adornos ni exageraciones. Sé exactamente qué funciona y cuándo usarlo. Me observo en el espejo sin vanidad, solo confirmando que todo esté en orden: postura firme, mirada controlada, el tipo de presencia que no pregunta, que asume. La seducción, para mí, nunca fue un impulso; es un mecanismo aprendido, afinado con los años. Detectar el punto débil, acercarme sin apuro, no retroceder. Salgo con tiempo. No por ansiedad, sino por dominio. El bar es uno de esos lugares donde nadie entra por accidente. Luz baja, madera oscura, música precisa. Un sitio pensado para conversaciones que no se repiten y decisiones que no se anuncian. Elijo una mesa al fondo, desde donde puedo ver la entrada sin esfuerzo. Pido un whisky, solo. El hielo estorba. La claridad también. Espero. No pienso en Dasha como mujer, sino como escenario. Como desafío. Como una ecuación que todavía no resolví, pero que inevitablemente lo será. Cuando la puerta se abre, lo primero que siento no es deseo. Es reconocimiento. Dasha entra con un vestido rojo que no pide permiso para existir. No es una elección inocente ni casual; es una declaración consciente. La tela se ajusta a su cuerpo con una precisión que no deja lugar a dudas, marcando cada curva con una elegancia peligrosa. El escote es profundo sin ser vulgar; la espalda, descubierta lo suficiente como para obligar a mirar y recordar. Camina con tacones altos, paso firme, sin apuro, sin buscar aprobación. El cabello oscuro cae suelto sobre sus hombros en ondas suaves que contrastan con la dureza controlada de su postura. No parece una mujer que haya venido a ser conquistada. Parece una mujer que sabe exactamente lo que provoca… y no le interesa administrarlo. No me busca con los ojos. No lo necesita. Se acerca a la mesa con una seguridad que no se aprende. Se detiene apenas un segundo antes de sentarse, como si marcara su propio territorio, y entonces me mira. No hay sonrisa. No hay nervios. Yo sostengo la mirada sin disimulo, evaluando, midiendo. No hay cortesía en mis ojos. Hay cálculo. —Veo que el lugar te convenció —digo, apoyándome con calma en el respaldo de la silla. —El lugar, sí —responde—. Tú no. Curvo apenas una sonrisa, lenta, deliberada. No me apuro en responderle. La dejo sentir el silencio. —Eso suele cambiar —digo al fin—. Con tiempo. —No tengo intención de dártelo —replica—. Por eso puse una hora. Se sienta frente a mí y cruza las piernas con naturalidad. El vestido sube apenas, lo suficiente para provocar una reacción automática en cualquier hombre. No aparto la mirada ni hago comentarios. Dejo que note que lo vi… y que no me sorprendió. —No suelo trabajar con límites tan estrictos —comento. —Yo sí —dice—. Me recuerdan cuándo irme… y de quién. Interesante. El mesero llega. Ella pide vino tinto sin dudar, sin preguntar. Yo mantengo el whisky. La observo mientras toma la copa, mientras roza apenas el borde con los labios, mientras se acomoda en la silla como si el lugar le perteneciera. —Rojo —digo—. Es un color peligroso para alguien que no quiere ser malinterpretada. —No —responde—. Es peligroso para quien confunde intención con permiso. Inclino el cuerpo apenas hacia adelante, lo justo para invadir el espacio sin tocarla. Es un movimiento que conozco bien. Normalmente funciona. —Entonces aclárame algo —digo en voz baja—. ¿Lo llevas por ti… o por mí? Sus ojos grises se clavan en los míos. No retrocede. —Lo llevo porque quiero —responde—. Si eso te incomoda, es tu problema. —No me incomoda —replico—. Me despierta curiosidad. —La curiosidad suele meterte en problemas, Matías. Sonrío, ladeado, con calma. —Solo cuando vale la pena. Tomo un sorbo lento de whisky. La observo sin prisa. No se incomoda. No se distrae con el teléfono. No busca refugio en la copa. Me sostiene la mirada como si no tuviera nada que perder, y eso… eso no encaja en el patrón. —¿Siempre miras así a las mujeres que quieres llevarte a la cama? —pregunta de pronto. Directa. Sin rodeos. No parpadeo. —Solo a las que saben exactamente lo que están haciendo —respondo—. Y aun así deciden sentarse frente a mí. —No confundas sentarme contigo con querer irme contigo —dice—. Son cosas muy distintas. —Por ahora —contesto. Su boca se curva apenas. No es una sonrisa. Es un aviso. —Te equivocas en algo —dice—. No estoy aquí para que me convenzas. —No —respondo—. Estás aquí para comprobar si puedes resistirme. Silencio. El aire entre nosotros se tensa. No me rechaza. No me acepta. Me mide. Me frena con palabras, no con distancia. Cada vez que avanzo, ella gira la conversación, cambia el ángulo, me devuelve la jugada. Hablamos de viajes, de ciudades, de arquitectura. Yo deslizo comentarios cargados de intención; ella los desarma sin perder la compostura. —Eres peligroso —dice en un momento—. No porque avances… sino porque crees que siempre ganas. —Gano —respondo—. Eventualmente. —Eso es lo que más te va a doler de mí —dice—. Que no pienso ser parte de tu estadística. Y ahí está el muro. Sólido. Innegociable. El tiempo pasa sin que lo nombre. Cuando mira el reloj, sé que perdí algo… aunque todavía no sepa qué. —Se acabó —dice. —Podría pedir otra ronda —propongo. —Podrías —responde, poniéndose de pie—. Pero no conmigo. Asiento. No la detengo. No la toco. No insisto. Y ese autocontrol, que siempre fue una fortaleza, esta vez se siente como una derrota silenciosa. La acompaño hasta la puerta. Afuera, la noche de Miami es cálida, cargada de luces y ruido distante. —Buenas noches, Matías —dice, abriendo la puerta del auto. —Buenas noches, Dasha. Se inclina apenas hacia mí. Lo suficiente para que su perfume me envuelva. No me besa. No me roza. No deja nada. —No confundas persistencia con poder —susurra—. No son lo mismo. El auto se aleja y me quedo ahí, con el whisky todavía ardiendo en la garganta y una sensación incómoda instalándose bajo la piel. No es frustración. No es derrota. Es algo mucho peor. Porque no se fue conmigo. Porque no la llevé a la cama. Porque, por primera vez, una meta no se cumplió. Y porque, sin haberlo planeado, ya no estoy pensando en si lo haré… sino en cuándo.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD