La firma se cierra sin sobresaltos, como suelen cerrarse las cosas importantes: sin ruido innecesario, sin gestos exagerados. Las plumas se deslizan sobre el papel grueso con precisión quirúrgica, los apretones de manos son firmes, medidos, y las sonrisas que se intercambian están calculadas para la prensa que espera afuera. El acuerdo queda sellado con la misma lógica con la que se construyen los imperios: sin emoción visible, sin fisuras.
—Ha sido un placer hacer negocios contigo, Matías —dice Nikolai Steiger mientras guarda su copia del contrato dentro del portafolio.
—El placer es mutuo —respondo.
Y lo es. Aunque no por las razones que él cree.
Abandonamos la sala de juntas juntos. Anna se adelanta para coordinar a los abogados y al equipo de comunicación, mientras yo camino a un lado de Steiger. Del otro lado va ella. Dasha. No ha pronunciado una sola palabra desde que terminó la reunión. Avanza con un paso seguro, sin pegarse a nadie, sin quedarse atrás, manteniendo una distancia exacta, casi matemática. No es timidez. Es control.
La observo de reojo. No ha bajado la guardia ni un segundo.
—¿Les parece si los acompaño hasta el lobby? —propongo con el tono neutro de una cortesía institucional que no compromete a nada.
—Por supuesto —responde Steiger sin dudar.
Ella no opina. No asiente ni niega. Simplemente sigue caminando, como si la decisión no le perteneciera… o como si no necesitara intervenir.
El ascensor nos envuelve en su silencio pulido. Steiger habla de plazos, de proyecciones, de próximos pasos. Yo respondo lo justo, lo necesario. Mi atención, sin embargo, está anclada a otra cosa. A ella. A la forma en que cruza los brazos apenas el ascensor se pone en movimiento, al gesto mínimo con el que inclina la cabeza cuando su padre exagera un punto, a la manera en que no me mira directamente y, aun así, sabe perfectamente dónde estoy.
Cuando las puertas se abren, el lobby nos recibe con luz, mármol y miradas curiosas. El personal se mueve con rapidez, como si el edificio entero supiera que la escena ya terminó y que ahora toca despejar el espacio. Caminamos hacia la salida.
—Matías —dice Steiger, deteniéndose antes de las puertas giratorias—. Espero que esto sea el inicio de una relación larga y fructífera.
—Eso espero.
El apretón de manos es más relajado esta vez. Confianza recién adquirida.
—Dasha —añade, girándose hacia ella—, ¿vienes?
Ella da un paso al frente, pero se detiene.
—En un segundo, papá.
Steiger la mira con una sorpresa apenas perceptible, pero asiente.
—Te espero en el auto.
Se aleja acompañado por uno de sus asistentes y la puerta giratoria lo engulle. De pronto, el espacio cambia. Ya no hay prensa. No hay testigos. Solo ella y yo, en medio del lobby que recupera lentamente su ruido habitual.
Dasha se gira hacia mí.
—¿Necesitaba algo más, señor Guerra?
La formalidad es un arma. Lo sé porque yo también la uso.
—Matías —corrijo—. Ya no estamos en una sala de juntas.
Sus ojos grises se sostienen en los míos. No hay desafío abierto, pero tampoco sumisión. Es un equilibrio fino, peligroso.
—¿Y qué cambia eso? —pregunta.
Sonrío apenas, lo justo para que no parezca una sonrisa.
—Que ahora puedo decir lo que no se dice frente a abogados.
Da medio paso hacia atrás. No huye. Marca territorio.
Interesante.
—Escucho —dice.
Bajo la voz, no por secreto, sino por intención.
—Me gustaría invitarte a celebrar el acuerdo esta noche. Un trago. Nada formal. Nada que tenga que ver con números, contratos o apellidos.
No la miro como miran los hombres que esperan un sí rápido. La miro como se observa una jugada compleja: con paciencia, midiendo tiempos.
Dasha no responde de inmediato. Inclina la cabeza apenas, como si evaluara no solo mis palabras, sino lo que hay detrás de ellas.
—No creo que sea apropiado —dice al fin.
Era esperable.
—¿Por qué? —pregunto sin apuro—. No estoy invitando a la hija de un socio. Estoy invitando a una mujer adulta a tomar algo.
Ahí está. La línea.
La veo tensarse apenas. Es casi imperceptible, pero existe.
—Precisamente —responde—. Esa diferencia es la que hace que no sea apropiado.
Sonrío por dentro.
—¿Te incomoda? —pregunto.
—No —dice sin dudar—. Me aburre.
Directa. Limpia. Fría.
Bien jugado.
Doy un solo paso hacia ella, lo suficiente para acortar el espacio sin invadirlo.
—Entonces no te incomoda que te invite —digo—. Te incomoda que sea yo.
Sus ojos se oscurecen apenas. No retrocede, pero levanta la mano. No me toca. Traza una línea invisible en el aire entre nosotros.
—Hasta aquí —dice con calma—. No avances más.
Me detengo. No porque me lo ordene, sino porque quiero ver qué hace cuando respeto el límite.
—No pienso cruzarla —respondo—. Pero no me pidas que no intente convencerte de que la borres.
Su ceja se arquea apenas.
—¿Siempre eres así? —pregunta—. ¿Insistes hasta que ceden?
—No —respondo—. Insisto hasta que entiendo si vale la pena.
El silencio se instala entre nosotros mientras el lobby recupera su ruido: tacones, voces, un carrito de café rodando a lo lejos. Dasha baja la mano, pero su cuerpo sigue tenso.
—Estoy comprometida —dice finalmente, como quien coloca la última pieza sobre el tablero.
La esperaba.
—Lo sé.
—Entonces no entiendo esto —añade.
—Yo sí —respondo—. No te estoy pidiendo que rompas nada esta noche. Te estoy pidiendo una hora. Un bar. Una conversación sin testigos.
La observo con atención. No hay prisa en mí. La cacería no se trata de correr, sino de no retroceder.
—¿Y si digo que no? —pregunta.
—Lo aceptaré —digo—. Y mañana seguiremos siendo exactamente quienes somos hoy.
No es del todo cierto.
Pero no necesita saberlo.
Me estudia. No como se estudia a un hombre atractivo, sino como se estudia a un riesgo.
—Una hora —dice al fin—. En un lugar público. Y no me acompañas a casa después.
Asiento.
—Una hora. Un bar. Y me iré antes de que tengas que pedírmelo.
Se gira para irse. Antes de que cruce la puerta, añado:
—Te paso la dirección.
No se da vuelta.
—Si me interesa —responde—, iré.
Y se va.
Me quedo solo en el lobby con una sensación que no experimentaba desde hacía años. No es victoria. No es rechazo. Es expectativa.
Esta no va a ser una conquista rápida. Va a ser una cacería. Y por primera vez en mucho tiempo, no tengo intención de fallar