LA PRESA

975 Words
Cada mañana entro a Guerra Enterprises de la misma forma: paso firme, mirada al frente, silencio exacto. No saludo de más. No me detengo. No regalo gestos innecesarios. El lobby es amplio, de mármol pulido y cristal, diseñado para imponer desde el primer segundo. Y, aun así, cuando cruzo sus puertas, el espacio parece ajustarse a mi ritmo. La gente se abre a mi paso como si el edificio mismo respirara conmigo, como si entendiera que no debo ser interrumpido. Así es como me ven. Como alguien que no duda. Que no titubea. Que no se permite errores. El heredero que no se quebró cuando otros esperaban verlo caer. El CEO que tomó el control a los veintiuno y no pidió permiso. El que convirtió un apellido respetado en un imperio incuestionable. Guerra Enterprises no es solo una empresa. Es acero, vidrio y dinero moviéndose en perfecta sincronía. Es arquitectura que se impone sobre el horizonte de ciudades enteras, contratos que no se anuncian y decisiones que se toman a puertas cerradas, pero que terminan cambiando el curso de industrias completas. Somos líneas limpias, números precisos, expansión constante. Somos control disfrazado de diseño. Somos poder con apellido. Y yo soy la cara visible de todo eso. Los empleados bajan la voz cuando paso. Algunos levantan la vista con respeto estudiado; otros con una mezcla de admiración y miedo que intentan disimular. Nadie se pregunta si pertenezco aquí. Nadie se atreve a dudarlo. La duda no sobrevive mucho tiempo en este edificio. El ascensor privado me lleva directo al último piso. Las puertas se cierran con un sonido suave, casi reverencial, y el ascenso es rápido, silencioso. Cuando se abren de nuevo, el piso ejecutivo me recibe con el aroma constante de café caro, cuero y control. Aquí nada es casual. Todo está medido. —Buenos días, señor Guerra. Anna me espera junto a su escritorio. Es impecable, como siempre. Pelirroja, ojos verdes atentos que no se pierden ningún detalle, delgada, elegante sin esfuerzo. Veinticinco años y una eficiencia que muchos ejecutivos con décadas de experiencia no consiguen. Sabe exactamente cuándo hablar y cuándo no hacerlo, y esa es una virtud que no se aprende en ninguna universidad. —Buenos días, Anna. Camina a mi lado mientras avanzamos por el pasillo de cristal que conduce a las salas de juntas. A través de los ventanales, la ciudad se extiende a nuestros pies como una maqueta viva. —El señor Nikolai Steiger llegó hace veinte minutos —informa—. Está esperándolo en la sala principal para la firma del acuerdo de colaboración. Asiento sin detenerme. Steiger. Industrial europeo. Ambicioso. Directo. Agresivo en los negocios. El tipo de hombre que no se sienta a esperar si no está seguro de ganar algo a cambio. —¿Todo listo? —pregunto. —Contratos revisados, abogados presentes, prensa en espera para el comunicado —responde—. No hubo cambios de último momento. Perfecto. Empujo la puerta de la sala de juntas sin apuro. El espacio es amplio, sobrio, pensado para intimidar sin necesidad de exagerar. Una mesa larga de madera oscura ocupa el centro, flanqueada por sillas de cuero. Los ventanales de piso a techo muestran la ciudad como un recordatorio constante de quién está arriba. Nikolai Steiger se pone de pie apenas me ve. Alto, cabello claro, sonrisa calculada. El gesto de alguien acostumbrado a negociar de igual a igual. —Matías Guerra —dice, extendiendo la mano—. Un placer, por fin. —Igualmente. El apretón es firme. Breve. Medido. Ninguno de los dos intenta imponer más de lo necesario. Es entonces cuando la veo. Sentada a su derecha. No sonríe. No se levanta. Solo alza la vista. El impacto es inmediato y físico. Una reacción seca, automática. Cuerpo antes que pensamiento. Cabello oscuro cayendo con un descuido que no parece accidental sobre los hombros. Figura esbelta, controlada. Espalda recta sin rigidez, como si supiera exactamente cuánto espacio ocupar. Piernas cruzadas con naturalidad, manos quietas, seguras. No se ofrece. No se esconde. No necesita hacerlo. La observo como siempre: rápido, clínico, sin adornos. Piel clara. Boca bien definida. Mandíbula firme. Ojos grises, profundos, que no bajan la mirada cuando la mía la encuentra. Interesante. No sé quién es. No importa. Mi mente la clasifica de inmediato. Lo hace sola, sin que yo tenga que pensarlo demasiado. Una mujer atractiva en un entorno de poder. Una variable conocida. Una distracción potencial. Una conquista. Mi interés no es emocional ni curioso. Es posesivo, abstracto, casi matemático. La mido por lo que despierta, por lo que podría provocar, por lo que sería tomarla y dejarla atrás sin consecuencias. Ella sostiene mi mirada apenas un segundo de más. No hay sonrisa. No hay invitación, y eso rompe el patrón. —Permíteme presentarte —dice Steiger, girándose hacia ella—. Mi hija, Dasha Steiger. Hija. La palabra no debería significar nada. No cambia su cuerpo ni la forma en que ocupa la silla. No cambia el hecho de que sigue mirándome como si no necesitara nada de mí. Extiendo la mano. —Un gusto. Dasha la toma. Su contacto es firme. Seguro. No hay nervios, no hay prisa, no hay complacencia. No intenta suavizar el gesto ni prolongarlo. —El gusto es mío, señor Guerra. Su voz es baja. Clara. Directa. No busca agradar. No se acomoda. Retiro la mano. Me siento. Ajusto la chaqueta. Enderezo la espalda. Vuelvo a mi centro. Mientras los abogados comienzan a hablar y los documentos se deslizan sobre la mesa, mientras las palabras colaboración,expansión y beneficio mutuo llenan el aire, mi atención vuelve a ella sin permiso. No por lo que dice. Por lo que no hace. No juega. No seduce. No se muestra disponible. Y eso, por primera vez en mucho tiempo, no encaja en ninguna de mis categorías. No todavía.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD