Zoe Volkov
Su agarre no me duele, pero es lo bastante firme como para molestarme.
Odio sentirme atrapada. Odio no tener el control.
— Pues se aguantan, porque yo no pedí estar aquí con unos arrogantes de mierda... — escupo con rabia, sin pensar demasiado.
Veo cómo Graven alza una ceja, curioso, divertido… o tal vez sorprendido por mi descaro.
— Si bien recuerdo, ese mismo tono de voz lo usó quien nos respondió ayer... — comenta, dirigiéndose a sus hermanos, y luego vuelve a mirarme como si intentara descifrarme — ¿O no, Adad?
Adad asiente con desgano, como si no tuviera ganas de involucrarse, pero igual apoya la observación.
— No sé de qué hablas, porque no fui yo — respondo con frialdad — pero, sinceramente, me da lo mismo lo que pienses. Además, responder con ese tono no es ni la mitad de cruel que joderle la vida a alguien... como están haciendo ustedes conmigo.
Mi voz suena firme. Afilada.
Estoy enojada.
Pero más que eso, estoy harta.
— Con que altanera... y algo mentirosa. Qué sorpresas se lleva uno con la vida, ¿no? — comenta Amon con burla, esa maldita sonrisa suya siempre al borde de la provocación.
Su burla me enerva, me atraviesa el pecho como un cuchillo afilado.
— Malditos cabrones... qué bien salieron ustedes, ¿no? — suelto con ironía. Mi tono no tiene rastro de burla, sólo asco. No me arriesgo a ir más allá. Todavía no.
— Y tú... una boca muy sucia, ¿no? — murmura Adad, mordiéndose el labio inferior como si contuviera una risa que no se atreve a dejar salir del todo.
Mentiría si dijera que estos cinco no me atraen.
Mentiría con descaro si dijera que no tienen ese "algo" que enciende hasta los rincones que no quiero reconocer.
Pero no es solo atracción lo que provocan.
También traen consigo problemas, caos, desorden…
Y yo ya tengo suficiente con mi propio desastre emocional.
Además, ¿tengo que ser una pequeña mojigata ahora? ¿Una muñequita bien portada que baja la cabeza y sonríe?
No me jodan.
Esto será difícil. Muy difícil.
La sumisión y la obediencia no son cosas que vayan conmigo.
No están en mi ADN.
Y si creen que pueden domarme...
Van a tener que sangrar en el intento.
— Las reglas — nos recuerda Amon, con ese tono autoritario que le encanta usar para sentirse superior.
Su voz resuena en el aire, obligándonos — o más bien forzándonos — a prestarle atención.
Todos giramos hacia él, como si estuviéramos en una estúpida junta directiva en la que yo soy la única que no tiene voto.
Lo miro con frialdad, sin ocultar mi desdén, y él sonríe con esa sonrisa ladina que me dan ganas de arrancarle de un golpe.
— Las reglas, pequeña — repite, esta vez con una seriedad fingida, como si estuviera estableciendo las leyes de un contrato irrompible — serán las siguientes...
Habla con solemnidad, como si lo que va a decir fuese una gran verdad universal.
— Número uno: no hablas con nadie de esto. Absolutamente nadie.
— Número dos: estarás todo el tiempo con nosotros, tanto dentro como fuera del instituto. No hay excepciones.
— Número tres: no puedes interactuar, relacionarte o tener trato con otras personas de género masculino que no seamos nosotros.
— Número cuatro: no puedes tener relaciones sexuales fuera de esta relación. En caso de tener relaciones sexuales, será cuando esto termine. Y sólo entonces.
— Número cinco: no nos levantes la voz.
— Número seis: no puedes hablarnos, ni hablar entre nosotros, usando malas expresiones o vocabulario ofensivo.
— Número siete: no puedes contradecirnos.
— Número ocho: obedecerás nuestras órdenes.
— Número nueve: queda totalmente prohibido hablarnos con tonos sarcásticos, irónicos o burlones.
Me contengo.
Respiro hondo.
Contengo las ganas de estallar y arrancarles esa maldita lista de reglas y metérsela por donde les quepa.
¿Están jodiéndome? ¿Quién se creen?
Demasiadas malditas reglas.
Y todas están hechas solo para mí.
Qué conveniente.
— ¿Sólo? ¿O falta más? — pregunto con fingida dulzura y un tono cargado de ironía que no se molesta en esconder.
— Falta... — responde Raían con esa sonrisa cínica suya que ya me tiene harta — y tu ironía está prohibida. ¿O quieres que te repitamos las reglas? — pregunta, como si yo fuera estúpida.
— No, muchas gracias. Las reglas me quedaron clarísimas — respondo con mala gana, dejando claro que no tengo intención de soportar más estupideces.
— Perfecto... — comienza a decir, pero lo interrumpo antes de que se siga escuchando a sí mismo.
— ¿Las reglas sólo aplican para mí? — pregunto cruzándome de brazos, con una ceja levantada.
— Sí — responde Adad con total naturalidad, como si fuera lo más lógico del mundo.
Y luego alza una ceja con malicia, como si estuviera adivinando mis pensamientos — No es como que tengas una vida s****l, ¿no?
Lo miro con frialdad, disimulando las ganas de lanzarle algo a la cara.
Oh, cariño… si supieras…
— Eso no es de tu incumbencia — suelto, firme, sin temblar.
— En realidad, sí lo es — responde Amon metiéndose otra vez, como si de verdad le importara — Pero opino lo mismo que mi hermano, ¿no?
— No me interesa lo que crean o no de mí — respondo tajante. Mi tono no da espacio a discusión — ¿Me puedo ir ya? — añado, con urgencia, sin disimular mi hastío.
— Vas con nosotros siempre — aclara Raían como si fuese lo más normal del mundo — Pero ahora vas conmigo. Al final de todo, tenemos la siguiente clase juntos.
Genial.
Qué conveniente.
Qué sorpresa.
Idiota... es obvio que tenemos la misma clase, estás en la misma carrera, imbécil.
— No creas que te libras de esta conversación — añade él, en un tono que pretende ser amenazante — La tendremos luego, pequeña...
Serán idiotas...
Antes muerta que hablarles de mi vida s****l.
Que me vean como una virgen me da igual.
Pero de ahí a que se crean con derecho a burlarse de mí...
¡Jamás!
Nadie se ha burlado de mí sin pagar las consecuencias.
Y ellos no serán los primeros imbéciles que lo logren.
¡Agh, es que los odio!
¡Lo que tienen de guapos lo tienen de irritantes!
Y lo tienen en cantidades industriales.
— ¿Estás enojada, pequeña? — pregunta Adad con diversión, notando cada fibra de tensión en mi cuerpo.
Lo miro. Mi sonrisa es una máscara afilada.
Pero por dentro...
Pequeña es lo que cargas en tu entrepierna colgando, cabrón.
No respondo a su pregunta.
Estoy lo suficientemente molesta como para no querer regalarle ni una sola palabra.
No voy a caer en su jueguito absurdo de provocarme con frases obvias.
Siento cómo su mano se desliza hasta mi cintura, sujetándome con descaro y acercándome hacia él.
Ese gesto me enciende todas las alarmas.
Inmediatamente, intento zafarme de su agarre, odiando la sensación de su proximidad impuesta.
— Pequeña, cuando te hable... respondes — ordena con una voz cargada de autoridad, esa que probablemente haría temblar a cualquiera.
Pero, lamentablemente para él, yo no soy “cualquiera”.
Lo ignoro olímpicamente, manteniéndome firme mientras continúo mi camino.
Estoy a unos pocos metros de llegar a mi siguiente clase, y sinceramente, no pienso perder un solo minuto más de mi tiempo con sus amenazas disfrazadas de flirteo.
— No me gusta que me ignoren — advierte con voz más baja, pero tensa, girándome bruscamente para obligarme a encararlo.
— Acostúmbrate — respondo con simpleza, mi tono seco, frío, como un portazo en la cara.
Intento volver a marcharme, pero no me deja.
Esta vez, toma mi brazo con firmeza, impidiéndome avanzar.
— Zoe... — dice mi nombre con ese tono de advertencia que intenta sonar intimidante.
— ¿Sabes? A mí no me gusta que me amenacen de muerte para cumplir los caprichitos de niñatos como tú y tus hermanos — escupo las palabras con un tono venenoso, sin una gota de miedo en mi voz.
No me importa si se enoja.
De hecho, espero que lo haga.
— No saliste tan tímida como aparentabas, pequeña... — responde, con esa sonrisa ladeada que ya me resulta insoportable — pero déjame decirte que esto no es por capricho — añade, al tiempo que acaricia mi mejilla con descaro, una mirada cargada de lascivia pintada en su rostro.
Volteo el rostro de inmediato, esquivando su caricia.
Me repugna ese contacto.
Me repugna esa mirada.
Me repugna él.
Si no es por capricho, ¿entonces qué carajo es?
— No me toques. Tus caricias son una ofensa hacia mi persona — escupo con firmeza, mirándolo directo a los ojos — y no quiero llegar tarde a clases.
Mi tono es molesto, desafiante, y mi mirada le grita que no tengo miedo de enfrentarlo.
— Tienes agallas, pequeña... — murmura con una media sonrisa — pero no las suficientes. Además, no se hace lo que tú quieres o digas... se hace lo que mis hermanos y yo decidimos.
— ¿No te parece algo machista? — pregunto, con un tono cargado de molestia e ironía.
— ¿Machista? — repite como si la palabra le hiciera gracia, fingiendo sorpresa — No...
Ahora tú eres mía y de mis hermanos.
¿Suena machista? Tal vez.
Pero no lo veo así — responde como si fuera una broma privada, como si esto fuese un juego para él.
Aprieto la mandíbula.
No puedo ocultar que me hierve la sangre.
Lejos de asustarse, parece divertirse con mi reacción.
Y eso me enfurece aún más.
— Wow... ¿eso debería ser un honor? — pregunto sarcástica, con una sonrisa vacía.
— Claro que sí.
Cualquier chica se sentiría honrada de estar con nosotros — responde con el ego inflado a punto de reventar — Ser nuestra novia, creo que sí puede considerarse un honor...
Se le nota en la mirada: está convencido de lo que dice.
Se cree irresistible.
Intocable.
Superior.
— Para otras esto puede ser un honor...
Pero para mí, es una denigración — sentencio con amargura, con cada palabra empapada de desprecio.
— No te lo tomes así, pequeña... tómalo como una oportunidad — dice con una sonrisa cargada de esa condescendencia que tanto detesto.
Como si realmente me estuviera haciendo un favor.
Lo miro furiosa, sintiendo cómo la rabia me sube por la garganta como veneno.
— Seré lo que sea que creas que soy... pero no soy una maldita trepadora — gruño, con la voz tensa, empapada de molestia, mi mirada encendida por la ofensa implícita en sus palabras.
— No quise decir eso... — se justifica, pero su tono suena tan falso que sólo me provoca rodar los ojos con más fuerza.
Qué conveniente retractarse ahora.
— ¿Entonces soy “cualquier chica”? — espeto con sarcasmo, cruzándome de brazos — Si soy tan común y corriente, ¿por qué no joden a una de esas chicas que sí quieren esto? — hago un gesto amplio con la mano, señalando el entorno y, por extensión, a todas las chicas que suspiran por ellos — Y me dejan a mí en paz.
Porque yo no soy de esas que buscan atención de egocéntricos como tú y tus hermanos.
¿No crees que tu ego ya está lo suficientemente inflado?
Le lanzo la pregunta con desprecio, esperando que al menos eso le haga una grieta en su perfecta y arrogante fachada.
Pero claro, olvidé que la arrogancia no conoce de humildades.
— Uno: te jodemos a ti porque no, no eres “cualquier chica” — responde levantando una ceja, fingiendo sorpresa, como si de verdad fuera un descubrimiento — Dos: me importa poco si ahora mismo dices que no quieres nada con nosotros, porque probablemente eso es sólo una fachada.
Con el tiempo vas a querer todo... absolutamente todo con nosotros — suelta con ese tono sensual y pícaro que, seguramente, derrite a muchas.
Pero a mí, ahora mismo, sólo me enerva.
Ese descaro de pensar que todas somos iguales, que todas vamos a caer rendidas... me enferma.
— Y tres: mi ego es grande, sí.
Pero es un ego alimentado por ustedes... las mujeres, y por muchos más...
— Oh, entonces muchas gracias por joderme — lo interrumpo con una sonrisa cargada de ácido sarcasmo — Y uno: sigue soñando.
Yo no soy de esas que caen a los pies de nadie, y mucho menos de unos déspotas autoritarios como ustedes — escupo las palabras con odio, sin suavizarlas — Y dos: querrás decir “ellas”, no “yo”.
No nos metas en el mismo saco.
Son ellas — señalo con la cabeza hacia la nada — y esos “varios” que les hacen creer que son el centro del maldito universo los que les inflan el ego como espuma.
Yo no.
Yo no soy parte de ese club de adoración.
Y no lo seré.
Mi tono es firme, tajante, como un portazo directo a su cara.
Pero no parece afectarle... al contrario, lo divierte.
— Andas muy rebelde e indomable hoy, ¿no? — dice con una sonrisa ladeada, esa que muchos podrían encontrar encantadora, pero que a mí ya me resulta insoportable.
Hoy y siempre, estúpido.
Me toma del mentón con brusquedad, tan fuerte que por un segundo me sorprende.
Está molesto, claro que sí.
Mi actitud no es la que está acostumbrado a recibir.
Y eso hiere su orgullo.
Pero yo no me dejo.
Me zafé de su agarre con la misma rudeza con la que él me sujetó, dando un paso atrás con firmeza.
Mis ojos lo atraviesan con rabia y desprecio antes de darme media vuelta y caminar con decisión hacia mi siguiente clase.
No lo miro.
No quiero mirarlo.
No merece ni un segundo más de mi atención.
Justo cuando estoy a punto de entrar al aula, suena el timbre.
Un sonido salvador.
La corriente de alumnos se mueve, llenando el pasillo y ayudándome a perderme entre ellos.
Desaparezco de la vista del idiota de Adad, al menos por ahora.
¿¡Cómo carajo me metí en esto!?
No tengo la respuesta.
Pero lo único que sé es que esto... esto apenas está comenzando.