El jardín de la antigua casa de Valentina parece un escenario prestado de otros tiempos donde ella fue feliz. Fue feliz alguna vez, en su infancia. Antes de ella, Camila. Antes de todo.
La mirada de los tres la abruma, sintiéndose como clavos que se hunden en el corazón de Valentina. El ardor en su mejilla —aún marcado por el bofetón recibido minutos antes— se mezcla con el dolor punzante de saberse rechazada, invisible, innecesaria.
No importa lo que haga. No importa cuánto se esfuerce. Siempre, siempre, es la palabra de Camila la que vale. La perfecta, la intachable, la adorada. Nadie escucha su versión de los hechos. Nunca.
«Algún día se arrepentirán», piensa fugazmente, apretando los labios con rabia contenida.
Se incorpora, con sus manos temblando, y mira de frente a las tres personas que la observan con el mismo desprecio con el que se mira a quien ha pateado a un cachorro. Ese juicio silencioso la atraviesa como una daga.
Se agacha, recoge sus libros que cayeron al suelo y gira para marcharse, pero una mano fuerte la detiene en seco. Los dedos de Alejandro se cierran como un grillete sobre su brazo, oprimiendo hasta hacerle doler los huesos. Se traga el gemido de dolor, no le dará la satisfacción a ninguno de ellos.
—¿A dónde crees que vas? —Su voz es dura, cargada de rabia contenida.
Valentina trata de zafarse, pero él aprieta aún más.
—¡Suéltame!
—No hasta que le pidas disculpas a Camila —sentencia Alejandro. Sus ojos están ardiendo de furia.
Ella lo mira incrédula, con las lágrimas resbalando ya por sus mejillas.
—¿Perdón? —La voz le tiembla—. ¿Quieres que yo le pida disculpas a ella? ¡No hice nada, Alejandro!
—Ya me oíste. —El agarre se endurece—. Todo el tiempo te ensañas con Camila. ¡Todo el tiempo!
El pecho de Valentina se oprime. Su corazón se descontrola.
—¡No le hice nada! —exclama, desesperada—. Yo… yo escuché a Camila hablar con…
Pero Alejandro no la deja terminar.
—¡Deja de mentir! ¡Yo lo vi con mis propios ojos! —La interrumpe con la b********d de quien ya no tiene paciencia.
El dolor en su brazo es insoportable. Valentina reúne la poca fuerza que le queda y se zafa con un tirón brusco. Sin mirar atrás, corre. Corre entre las miradas acusadoras de los empleados, que la siguen como cuchillas, hasta llegar a la carretera.
El aire cálido de la mañana le golpea el rostro, mezclándose con sus lágrimas. Levanta la mano temblorosa y un taxi se detiene frente a ella. Abre la puerta de un tirón y sube, sin apenas recuperar el aliento.
—A la calle Olmedo, número treinta y dos —dice con voz quebrada, entregando al chofer una dirección que ya empieza a considerar su único refugio.
El motor arranca y, mientras la mansión donde creció queda atrás, Valentina se encoge en el asiento. Se siente como una paria, una intrusa en su propia familia, una sombra a la que todos señalan, pero nadie defiende.
Al día siguiente, el teléfono de Valentina suena con una llamada inesperada. Una voz formal le indica la hora y la dirección de una entrevista; no ofrecen más detalles, solo lo suficiente para que ella sepa dónde presentarse.
Llega en taxi, nerviosa. Siente que cada paso la acerca a un terreno desconocido y potencialmente hostil. La lluvia ligera del amanecer no logra enfriar su ansiedad, y sus manos tiemblan ligeramente al ajustar la correa de su bolso.
Al entrar, un murmullo recorre la sala. Sus ojos se encuentran con un grupo de personas que reconoce de manera inmediata: todos los amigos de Alejandro. Risas contenidas, miradas rápidas y evaluadoras que la examinan de pies a cabeza.
Y allí está él. Alejandro. Alto, impecable, con esa postura que impone respeto y admiración a partes iguales. Pero lo que más le duele es la escena que sus ojos no pueden ignorar: Camila sentada en su regazo, riendo ligera, rozando su brazo con familiaridad, con una comodidad que Valentina jamás tuvo, ni tendrá.
Su pecho se aprieta aún más y un nudo se forma en su garganta. Todo lo que había sentido los días anteriores, la humillación, la traición y el dolor, vuelve con fuerza renovada. Cada gesto, cada sonrisa, cada mirada de Alejandro hacia Camila parece gritarle que ella no tiene ningún lugar allí.
Valentina respira hondo, intentando recomponerse. Aprieta los labios y recuerda por qué aceptó aquella entrevista. Necesita mantener la compostura, mostrarse fuerte, aunque por dentro se siente devastada.
—Bienvenida —dice finalmente una voz desde la puerta, profesional y neutra, pero con un deje que hace difícil ignorar la tensión que llena la sala.
Valentina ajusta su postura y da el primer paso hacia adelante, decidida a enfrentar lo que venga.
Siempre supo que no la perdonarían por lo que “supuestamente” le había hecho a Camila.
Rodrigo se levanta primero, dejando su vaso sobre la mesa con un golpe seco. Está demasiado ansioso por mantenerla callada.
—Envidias mucho a Camila, ¿verdad? —dice con una sonrisa sarcástica—. Por eso tienes esa obsesión por arruinarle todo.
Le propina una patada en la rodilla que la hace caer al suelo, mientras los demás también se acercan.
—No la envidio —miente, porque muy en el fondo si la envidia, pero no por su figura o su rostro, sino por la manera en que otros la protegen y miman.
Antes de que Valentina pueda continuar, Emilio se acerca, señalando su vestido.
—Vaya… ¿ese es tu mejor intento de arreglarte? —se burla—. Parece que hasta tu ropa te traiciona, deberías rendirte con Alejandro, nunca te querrá.
Esteban y Martín no se quedan atrás, y sus voces se unen en un coro cruel.
—¡Mira esos brazos! —dice Esteban—. ¿Cuánto te costó arrastrarte hasta aquí así de gorda?
—Sí, y esa cara… —añade Martín—. Siempre pálida, siempre fuera de lugar. No entiendo cómo puedes pararte frente a todos nosotros y fingir ser una mosca muerta.
Valentina se encoge sobre sí misma, formando un ovillo en el suelo, tratando de desaparecer mientras las risas y los cuchicheos la envuelven.
Rodrigo da un paso más cerca, inclinándose para mirarla con desdén.
—Deberías agradecer que Camila es tan buena. Ella es elegante, perfecta… y tú… bueno, tú eres solo una sombra. Una sombra gorda y torpe que nadie quiere cerca.
Valentina siente las lágrimas asomarse, pero trata de mantener la respiración controlada, apretando los dientes. Por el rabillo del ojo, ve a Alejandro sentado como una estatua de mármol, inmóvil. Su silencio es un golpe más fuerte que cualquiera de los insultos.
Camila, sentada con comodidad, la mira con satisfacción oculta. Disfruta de la humillación que está recibiendo.
—Vamos, hermanita… —susurra con voz dulce, venenosa—. Todos saben que si te disculpas conmigo los chicos te dejaran ir. Solo mírate, nunca serás como yo, pero te quiero igual por muy diferente que seas.
—Camila siempre es tan magnánima que te perdona todo, pero yo no —dice Alejandro con decisión precisa, frunciendo el ceño como si ella oliera mal.
Valentina respira hondo, trata de que la rabia reemplace a las lágrimas. Sabe que tiene que levantarse, aunque sea solo con la fuerza de su orgullo.
—Lamento lo que te hice, Camila —habla despacio, desprovisto de toda emoción en su rostro. Alejandro la mira con el ceño fruncido—. No te preocupes, no volveré a hacerlo. Ahora reconozco mi lugar.
Valentina no recuerda qué más sucede después de eso o cómo llega a casa, solo se mete a la cama y cierra los ojos tratando de olvidar las crueles palabras de todos, con las lágrimas cayendo por su rostro.